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FUERA DE CASA
Columna
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Ellos, los de entonces

Fue miércoles todo el día y gran parte de la noche. Estuvimos en Granada por razones poéticas bien bebidas. La semana ya había empezado de tragos largos. Al principio fue el Premio Reina Sofía de poesía que recibió Caballero Bonald. Aquella noche madrileña no nos fue esquiva, encontramos taberna después de comportarnos como caballeros republicanos en los salones de palacio. El poeta de Jerez ha dejado los combinados y otras pócimas, está empeñado en ser infiel a los destilados de antaño. Ahora, para no desperdiciar el tiempo que nos queda, es un converso, convicto y confeso de que en el vino está la verdad. Caballero se mantiene en forma y es un maestro en saber escaparse de algunos adictos a la tabarra. Un experto en burlar a toda suerte de zafios de calidades agropecuarias. Una lección más de esa vieja costumbre de vivir.

La siguiente cita de "los de entonces" fue en Granada. Antes hicimos parada real -la cosa se pone cada día más monárquica- en el Teatro de la Ópera, sin gaitas ni músicas: el infalible jurado entregaba el Premio Cuco Cerecedo al italiano y portuñol Antonio Tabucchi. Un buen discurso para periodistas éticos y para princesas asturianas. Y nos despertamos miércoles y granadinos. Nos esperaba el premio -que también entregarán los poéticos príncipes- al asturiano / madrileño y residente en Alburquerque Ángel González. En compañía de los algunos supervivientes de la generación del alcohol, y de otros destacados continuadores, la ciudad de Lorca se puso de risas, felicidad y en disposición de ampliar el inventario de lugares propicios para el amor y otras caricias. La cosa prometía. Después del premio a Caballero Bonald celebraríamos el de Ángel González; todo parecía una hermosa historia de ciudad con muchachas de piernas desnudas, de controlados dones, civilizadas ebriedades, canciones mexicanas y comuniones paganas. Todo debe interpretarse como verdad poética. Unas jornadas de la compañía del escritor, secretario perpetuo de los premios Planeta, amigo de la infancia del poeta González y excelente biógrafo de Juan Valera, Manuel Lombardero. De la delicadeza inteligente de Laura García Lorca, que ha sabido hacer de La Huerta de San Vicente un lugar de referencia para lorquianos del mundo, por lo emocionante de la historia de esa casa, por las ediciones y los encuentros en un lugar lleno de vida y músicos, así se llamen Leonard Cohen, Patti Smith o Enrique Morente.

También participó en las jornadas del primer premio de poesía con nombre del poeta -el mejor dotado de la poesía en español- el novelista Juan Marsé. Llegó a Granada en compañía de felices rumores, todos estábamos seguros que Marsé sería el Premio Cervantes, él tampoco. El asunto era seguir con la celebración. Había llegado el momento de la generación. Tienen edad, obra, vida, historia y razones para el reconocimiento. Todas las quinielas apuntaban en su dirección. Él, que se acuerda de la vida, que sabe dónde está, nos rebajaba las celebraciones anticipadas. Nos recordaba su pasado de chico de barrio de Barcelona, de joven novelista encerrado con un solo juguete, de residente en París, porque allí había que estar, porque allí debería adquirir la fineza, la cultura y el cosmopolitismo que tenían sus compañeros de gauche divine. Él rebajaba nuestras euforias recordando cómo consiguió -con enchufe- el puesto de ayudante de laboratorio. Nos recordaba que la vida no era fácil, que era una carrera de obstáculos, que iba en serio aunque lo empezáramos a saber más tarde. Nosotros, a lo nuestro. Brindando por el premio que nunca existió. En plena celebración llegó la noticia de su lucha contra Gamoneda. Nada, ni caso, demasiado leonés. No sólo hay que ser honrado, también hay que parecerlo. Gamoneda puede esperar. Vinieron otros nombres, otros ríos, otras fuentes. La cosa se estaba retrasando. El jurado se estaba poniendo opaco, oscuro, negro. Parece que había pelea entre los cruzados de la causa y los soldados de Salamina, entre las criaturas del aire y los poetas puros; alguien recordó que mientras no cambien los dioses nada habrá cambiado. El premio estaba mirando para otro lado. La celebración del nonnato estaba bajando de intensidad. Marsé, a lo suyo, tranquilo, charlando de cine, de su amigo Gil de Biedma, de noches de hace veinte años en que de todo ya hacía veinte años, de su próxima novela de amores cachondos. Yo, desconfiado aparte, creía que esos diálogos eran estrategias de despiste o maniobras verbales para no pagar la comida de precelebración. Pues no, Marsé tenía razón. El Premio Cervantes puede esperar.

Y brindamos por Rafael Sánchez Ferlosio, por el advenimiento de tiempos mejores, por su río, sus zapatillas, sus churros dominicales, sus turrones de Xixona, sus jardines cerrados, por su hermano que tanto nos cantaba y hasta por su padre que ganó una guerra, perdió una paz y posibilitó que se hiciera rico un escritor que supo dar vida a una muerte falsa. Marsé recordó con afecto su único encuentro con Sánchez-Ferlosio. Fue en Madrid, en una noche de presentación de una reciente novela de Marsé; con su desaliño habitual, el nuevo y excelente Premio Cervantes, el novelista que dejó la narrativa, se acercó cariñoso y amigable al veterano novelista del Guinardó para expresarle su afecto literario. Nosotros seguimos la fiesta, la excusa era recordar aquellos tiempos de silencio que fueron rotos con grandeza literaria por esos niños de la guerra, hijos de ganadores o perdedores, que supieron escapar a los himnos de los vencedores. Y alguien recordó aquel poema de uno de los imprescindibles de aquella generación: "Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, aunque a veces nos guste una canción".

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