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Intelectuales en crisis

No quisiera dejar de dar una respuesta final y definitiva a Jordi Gracia, quien en su Catadura política (EL PAÍS, 9-11-2004) plantea cuestiones de primera importancia acerca de la posición de los intelectuales españoles ante la Guerra Civil española. Siempre ésta será una cuestión decisiva porque de forma inevitable se proyecta sobre el presente como si su sombra obligara a una definición o toma de postura ética colectiva, relativa a la actualidad o incluso al futuro. Los libros sucesivos en que Jordi Gracia ha abordado la cuestión son siempre inteligentes y eruditos. Para precisar más mi admiración por ellos diré que hay libros que uno considera buenos o muy buenos y otros que envidia no haber escrito. Me sucede lo último con los de Jordi Gracia, pero, por ello mismo, porque están llenos de sugerencias, me siento tentado a plantear rectificaciones o alternativas. Estoy seguro de que con la acumulación de matizaciones llegaríamos a un acuerdo o, por lo menos, a un motivo de conversación perenne, lo que suele ser todavía más grato. Se mezclan en esta materia las cuestiones objetivas, producto de la historia y el conocimiento, con los juicios personales ideológicos o las simples preferencias literarias. No es raro que el juicio sobre la posición del otro esté viciado por la particular perspectiva propia. Resultan distintas, por ejemplo, la de un historiador de la literatura y uno de carácter más general.

De lo que no tengo duda es del carácter crucial del debate. En Francia se planteó en términos parecidos en relación con la resistencia y la Segunda Guerra Mundial. Hubo sonoras denuncias en contra del grupo inspirador de Le Monde, proveniente en cierto sentido pero sólo durante algún tiempo de las escuelas de formación petainistas, y contra Mitterrand, acusado de algo parecido y objeto de un libro cuyo autor era Péan. Merece la pena recordar también la encendida postura de denuncia de Bernard Henri Lévy y la mucho más ponderada y comprensiva de Raymond Aron.

Tras este planteamiento centraré mi respuesta a Gracia en tres aspectos concretos que me parecen de los más importantes en la cuestión abordada. El primero se refiere al modelo ideal de comportamiento ante el hecho mismo del estallido de la guerra. Gracia señala como óptima la posición adoptada por Machado y condena, por manifiesto error político, la de Marañón, Pérez de Ayala y Ortega, que se trasladaron al extranjero y de una forma más o menos explícita se decantaron por el bando de Franco. No estoy tan seguro de que así fuera.

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Nadie duda de que el Machado de Juan de Mairena merece todos los entusiasmos, pero hay que preguntarse si puede decirse lo mismo de su actitud acrítica con respecto a lo que sucedía en el bando del Frente Popular. Sus versos -"Si mi pluma valiera tu pistola de capitán, contento moriría"- dedicados además a Líster no merecen idénticas loas. Por otra parte, es cierto que los tres escritores erraron desde el punto de vista político (más lo hicieron sus hijos, convertidos en soldados de Franco cuando hubieran podido evitarlo). Pero tiene que entenderse también su perspectiva. Habían pertenecido a una generación partidaria de la modernización política y social desde los inicios de siglo. Para ellos este propósito se había cumplido en 1931 con la proclamación de la República. Pero dos de ellos fueron obligados a suscribir un manifiesto a favor del Gobierno del Frente Popular con el que no estaban de acuerdo, como se demostró después. Sobre todo a partir de julio de 1936, la República del 14 de abril ya no existía; quizá hubiera podido resucitar en caso de victoria del Frente Popular, pero no es seguro. Hubiera sido necesario la reversión de las varias revoluciones superpuestas que estallaron en julio de 1936 e imposibles de controlar. Los errores al pensar que Franco presidiría una solución dictatorial tan sólo circunstancial no fueron exclusivamente los de ese terceto. También los cometió en 1939 Besteiro, que creía posible la supervivencia de la UGT, o incluso los generales que promovieron a Franco, pero nunca pensaron que podía quedarse en el poder hasta el final de sus días.

En definitiva, en una guerra civil casi nunca se elige en abstracto, sino apremiado por circunstancias personales e inmediatas. Si éstas permiten un decantamiento que no sea una entrega completa a ninguno de los dos bandos, mucho mejor. Lo consiguió Juan Ramón Jiménez sólo tras haber emigrado, pero su fidelidad republicana, compatible con una posterior visita de don Juan, debe explicarse con la paralela mención a su abandono de la Península del Borbón. Debe citarse también en extenso su repudio de los jóvenes que, como María Teresa León y Rafael Alberti, actuaban como revolucionaria vanguardia intelectual y suscribían unas tesis que poco tienen que ver con la democracia tal como correctamente la entendemos hoy en día. Era posible, además, así concebirla en aquellos años porque había la información suficiente para conseguirlo. Exigía un cambio de los regímenes liberales o liberal-democráticos vigentes, como los que llevaron al abandono de la III República en Francia, pero en un sentido de renovación y no de ruptura como lo intentó una buena parte de la izquierda después de 1945. Se me permitirá, además, que cite otra personalidad que no aparece más que muy marginalmente en los textos de Gracia y que me parece especialmente lúcida. Salvador de Madariaga nunca se abonó a ninguno de los bandos contendientes y, además, intentó el advenimiento de la paz a través del único procedimiento realmente viable, la mediación de las potencias democráticas. Doble lucidez, por tanto, la suya: la de los principios y la de los instrumentos.

Queda, en fin, tener en cuenta las actitudes de la inmediata posguerra. De entre las posturas a tener en cuenta hay que partir, en primer lugar, de los ya cercanos a la jubilación, miembros de la en otro tiempo denominada "generación del 98". De Azorín y de Baroja puede decirse que mantuvieron el nivel de dignidad literaria esperable y propia de su pasado. Pero ¿habría que inscribirlos por ello en la órbita del liberalismo? Más bien, utilizando la propia terminología de Gracia, da la sensación de que merecerían ser alineados en la "supervivencia de la cordura ilustrada". Hoy conocemos mucho mejor los iluminadores escritos autobiográficos finales del segundo. Aun así, cabe preguntarse hasta qué punto puede ser inscrito en la órbita del liberalismo quien admite que se publique con su nombre un libro sobre judíos, comunistas "y demás ralea", aunque se sepa que fue un proyecto editorial de otro. En cuanto a Azorín, por más lamentable que parezca, hay que admitir que siempre se caracterizó por el mimetismo del camaleón ante las situaciones políticas, sobre todo si eran de derechas. Maurrasiano, ciervista, partidario de Primo de Rivera, Carlos Seco Serrano ha recordado su saludo con el brazo en alto en una de sus últimas visitas.

A estos dos maestros les faltaron además actitudes públicas, algo que no puede reprocharse a Marañón, capaz de hacer una defensa del ideario liberal en sus ensayos de 1946. Había sido más locuaz en sentido franquista pero rectificó y, aunque no se traduzca en su obra publicada, fue de los primeros en establecer contactos con la oposición, por ejemplo, con Araquistain.

Nos queda, en fin, el caso de los escritores falangistas. Gracia afirma de forma muy adecuada que él nunca unió a esta condición la de "liberales". A lo sumo cabe llegar a la conclusión respecto de ellos de que, a base de querer instrumentalizar en beneficio propio la tradición liberal, lograron, quizá sin quererlo, que ésta sobreviviera. Pero creo que hay que mantener un severo reparo con respecto a ellos incluso cuando adquieren la condición de "ex". Su evolución fue muy lenta, salvadas excepciones como la de Ridruejo. El propio Laín mantuvo un exceso de compunción final, pero sobre todo cabe decir de él, como hizo Marías, que logró que todo fuera un poco mejor en la vida intelectual española cuando ejerció su influencia. En general, desde mi punto de vista, existe en la actualidad una propensión excesiva a descubrir excelencias literarias en escritores falangistas de la mayor parte de los cuales, en el terreno de la responsabilidad social del intelectual, cabe afirmar muy poco bueno. Marsal ha reconocido que seguían viviendo en un "franquismo objetivo", al que habían sido condenados por su paso previo a través de un ideario que se basaba en la carencia de conciencia de la pluralidad. A mí me sigue extrañando que se descubra a personajes de muy relativa trascendencia como Pinilla de las Heras y, en cambio, a la hora de dedicar líneas y páginas, apenas aparezca el primer Julián Marías. Claro está que lo ubica bien y proporciona rastros sobre el impacto de su experiencia biográfica en las novelas de su hijo Javier.Pero si existe algo parecido a "resistencia liberal silenciosa" en la guerra y posguerra, la personifica él y eso merecería más amplio tratamiento.

Javier Tusell es historiador.

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