El reflejo
La presidencia de Francisco Camps ha consumido más neumático con el freno que con el recorrido. Tuvo que sofocar primero los guiños particularistas de su plácida precampaña, ya que su antecesor, estropeado el aparato del control remoto, radicalizó -abertzalizó, en un momento de máxima criminalización del nacionalismo centrífugo- su perfil valencianista en neurálgicos estamentos del partido en Madrid. Entonces Camps estuvo atenazado por los complejos y las intimidaciones de Zaplana sin poder desarrollar su programa, que además quedó obsoleto enseguida. Una vez desalojado el PP de la Moncloa, su principal argumento para la legislatura, que era el trasvase del Ebro, quedó reducido a emotivos actos de pataleo. Pese a que este escenario le permitía recuperar el tono autonomista y afianzarse con dos de sus apuestas planteadas en el debate de investidura, como la reforma del Estatuto y la recuperación de la lengua, ni lo pudo hacer ni el resultado de lo que ha hecho se lo permite ya. El debate de la lengua se ha reenvenenado, como producto de una política reactiva dictada desde arriba, aunque eso quizá le permite camuflar y, a la vez, tratar de contener la desmembración interna bajo una amenaza exógena. Incluso confiar en una dudosa rentabilidad electoral. Pero esa política del Consell ha sido sólo el reflejo de la acción erosiva del PP en Madrid, que persigue agudizar las contradicciones del tripartito para crear una crisis en el Gobierno y anticipar las elecciones generales. Las once horas de declaración de guerra de José María Aznar en la comisión de investigación del 11-M, con sus efectos inmediatos en la espantada y berrea de los diputados del PP antes de una votación, preconizan una línea encabritada de oposición para forzar la máquina y que el PSOE busque una salida en las urnas. Si lo que aquí se presenta como una rebelión autonómica hacia el Gobierno central por un problema de fuero viene, en realidad, espoleado desde la calle Génova de Madrid, en ese contexto de guerra total -y agravado por reactivación del blaverismo con capital sociológicamente del PP-, ¿hasta dónde será capaz de llevar Camps esa locomotora sin control a la que no para de echar leña?
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