Mucho más que tenis
La Davis, que en la memoria colectiva española supone una frontera social y deportiva, arranca con Nadal por delante de Ferrero
El carácter singular de la Copa Davis se aprecia en la decisión que ayer tomaron los capitanes del equipo español. Rafael Nadal, un muchacho de 18 años, jugará en la primera jornada frente al temible Andy Roddick, líder del equipo estadounidense y una de las principales estrellas del circuito mundial. Nadal ocupará el puesto que parecía destinado a Juan Carlos Ferrero, un tenista de clase acreditada, vencedor de Roland Garros, maestro en las pistas de tierra y experto en duelos frente a los mejores jugadores del planeta. La decisión de los técnicos contiene una alta dosis de riesgo y de polémica. A pesar de los problemas físicos que le han aquejado durante toda la temporada, Ferrero representa el valor de lo seguro frente a la inexperiencia de Nadal, cuya calidad queda fuera de cualquier duda. Está llamado a protagonizar el futuro del tenis español. Quién sabe si el futuro comenzará hoy en Sevilla, frente a Roddick, ante los 26.600 espectadores que presenciarán el encuentro. Se trata de una decisión que trasciende el mundillo del tenis y que merece el debate de los aficionados al deporte, incluso de aquellos que se acercan circunstancialmente. ¿Por qué? Porque es la final de la Copa Davis.
En la memoria colectiva del deporte español, la Copa Davis supone una frontera social y deportiva. Cuando sólo Bahamontes se atrevía a discutir el monopolio del fútbol, los tenistas españoles, encabezados por el mítico Manolo Santana, emprendieron una aventura inolvidable. España, un país sin tradición en el tenis, subdesarrollado económicamente, gobernado por un régimen fascista, se sintió fascinada por lo que representó aquella final con Australia en Melbourne. Era el año 1965, y todo la nación entró de repente en una época diferente. Aquel equipo significó el cambio de los tiempos, la inminencia del desarrollo, de la apertura al exterior, de la posibilidad de medirse con potencias del deporte que parecían inaccesibles. La Davis incorporó a la memoria de dos generaciones los nombres de Santana, Gisbert, Arilla y Couder. Y los del capitán Jaime Bartrolí. Y los comentarios de Juan José Castillo. Y el legendario "entró, entró". Y otros nombres inolvidables, los nombres de los rivales: Roy Emerson, John Newcombe, Tony Roche y Fred Stolle. Fue algo más que tenis. Fue algo más que deporte. Aquellas dos finales representaron un cambio de escenario en muchos aspectos. Su mística permanece hasta ahora. Ahí reside parte de la grandeza de esta competición.
La Davis también oficia como recordatorio de viejos valores que se pierden en el deporte actual. En buena medida, el tenis está peleado con los rasgos fundamentales de la Copa Davis. Pocos deportes concentran tanto la idea de la individualidad, la mercadotecnia y el hastío competitivo como el tenis. Con una raqueta a cuestas, los jugadores se embarcan año tras año en una interminable sucesión de torneos que determinan muy detalladamente todo tipo de estadísticas, incluidas aquéllas que señalan su lugar exacto en el ránking mundial. Se trata de una relación estrictamente privada entre el tenista y los números.
Como sucede con la Ryder Cup en el mundo del golf, la Copa Davis ofrece una mirada diferente. Los jugadores regresan a un tiempo que se antoja superado. Se supeditan a los intereses del equipo, se desmontan del ego en beneficio del compañerismo y aceptan decisiones técnicas inusuales. Es lo que ha sucedido con el cambio de Ferrero por Nadal. Puede que resulte arriesgado y, sin duda, merecerá opiniones encontradas en el mundo de los aficionados. Pero así es la Copa Davis. No es un asunto privado entre los tenistas y sus estadísticas. Se trata de elegir, y quizá de tomar riesgos por encima de la comodidad. Y aceptar el veredicto de una vieja competición que no pierde su carácter singular: es mucho más que tenis. Por eso, dos países se entregarán durante tres días a las emociones del mejor deporte.
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