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Duelo

Antonio Elorza

Fue una de los primeras obras de Steven Spielberg y hoy está casi olvidada. Ni siquiera figura en las listas de filmes sobre tema satánico. Su título original fue Duelo, que en la versión española se convirtió en el pedestre, pero adecuado en el fondo, de El diablo sobre ruedas. Era la historia de un automovilista perseguido kilómetros y kilómetros por un gigantesco camión que trata de aplastarle. El espectador sólo entrevé en una ocasión al conductor de la bestia mecánica, que va asumiendo el carácter de un ente diabólico. Al final, el automovilista se contagia de esa voluntad de destrucción y acaba celebrando histérico el accidente que acaba con su perseguidor. Curiosamente, asistí a la proyección de la película en compañía de mi amiga Mary Carmen y de su marido, y poco tiempo después, conduciendo él en un viaje de regreso de Barcelona a Madrid, tuvimos ocasión de revivir a pequeña escala el episodio, cuando en la carretera aún sin desdoblar y por la noche fuimos objeto de una persecución similar por parte de un camión que se echaba una y otra vez sobre el Austin Victoria, quizás en castigo por un adelantamiento ajustado. Cada vez que intentábamos escapar por velocidad, el transporte volvía sobre nosotros amenazante, a favor de la densidad del tráfico. Me atrevo a pensar que como en el filme ninguno hubiera lamentado entonces la destrucción del agresor. Aquí hubo happy end: un hueco nos permitió poner tierra de por medio.

La conclusión a extraer de la fábula es bien sencilla: el diablo diaboliza a quienes creen en él y se ven a sí mismos como víctimas de su actuación. En palabras diferentes, la satanización del otro, incluso cuando éste es un agresor, introduce una perversión radical en los juicios y en los comportamientos, tanto individuales como políticos. Lo irracional llama a lo irracional, y cuando esa situación se produce en un conflicto internacional a gran escala, los resultados pueden ser catastróficos, y no sólo para los contendientes.

Lo ocurrido entre George W. Bush y Al Qaeda a partir de los atentados del 11-S ilustra punto por punto ese diagnóstico. Desde el punto de vista de la operación de imagen, el presidente norteamericano supo convertir un trauma colectivo en agente de cohesión nacional. No era fácil, pero el político republicano lo logró, y es posible decir que vive todavía de ese gran éxito alcanzado en el plano de las mentalidades. Ha resultado secundario que en el terreno concreto de la lucha contra el nuevo terrorismo los logros no hayan pasado de discretos. Una vez que los talibanes se negaron a entregar a Bin Laden, la invasión de Afganistán se hacía inevitable y en el orden político su precario balance no podía ser otro, dadas las características del país. El problema ha residido y reside en que la propuesta de guerra sin cuartel contra el terrorismo a escala mundial tiene más de nueva Cruzada, en la cual además se introducen intereses económicos y vocación imperialista, que de operación cuyo contenido debiera estar regido por criterios técnicos (militares, policiales y políticos). La invasión de Irak fue un disparate de consecuencias incalculables, en tanto que la ignorancia de los factores religioso-culturales convirtió desde un primer momento la acción de los Estados Unidos en el apoyo que faltaba a Bin Laden y a Al-Zauahiri para ese enlace con las masas de creyentes que hasta el pasado año constituía el punto débil de su estrategia. Lo que Gurutz Jáuregui escribió sobre la relación entre ETA y el franquismo es del todo aplicable al caso: Al Qaeda se proponía como vanguardia encargada de generalizar el espíritu de yihad contra Occidente en las masas musulmanas, sin lograrlo por sí misma; al sostener a Sharon e invadir Irak, Bush hizo efectiva esa vinculación.

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En su Historia del diablo, Robert Muchembled ha destacado hasta qué punto el bueno de Satán, en persona o bajo la forma de fuerzas satánicas, se convirtió en alguien necesario a la hora de impedir que tuviese lugar un relajamiento en la conciencia colectiva de los Estados Unidos, una vez que se vino abajo la amenaza de Lucifer encarnada por el comunismo. A falta de demonio real, los enemigos imaginarios se desencadenaron en las pantallas sobre la sociedad estadounidense, representada por su emblema moral, el núcleo familiar, en la estela de Poltergeist. Menos mal que el héroe americano, reproducción de Superman o simple padre de familia, defiende con éxito, y en nombre de sus valores tradicionales, "la mejor civilización del mundo". En la esfera de la ficción encontramos ya los ingredientes que configuran la propuesta de los ideólogos neoconservadores del proyecto para el Nuevo Siglo Americano: sentimiento de estar amenazados por las fuerzas del Mal, recurso ilimitado a la fuerza que atesora la gran nación, sentimiento religioso y rígida moralidad privada. La fe evangélica a la que se adhirió tardíamente George W. Bush encaja perfectamente con ese esquema, y únicamente faltaba que un acontecimiento trágico como el 11-S activara sus contenidos.

Reagan había planteado su presidencia bajo el signo de la lucha contra el Imperio del Mal, la Unión Soviética, pero aun antes de que el viejo actor terminara su mandato era visible el hundimiento del Enemigo. Ahora, el joven Bush, gracias al 11-S, se encontraba en condiciones de reproducir el escenario: a falta de un resultado decisivo en la persecución del grupo dirigente de Al Qaeda, la guerra contra el terrorismo se transformó en cruzada contra un nuevo protagonista satánico, el Eje del Mal, integrado por componentes tan heterogéneos como Irak, Irán y Corea del Norte. No es que estos países dejaran de ofrecer peligro, cada uno en su estilo, y sobre todo los dos últimos. Lo grave es que semejante planteamiento podía responder con eficacia a la pretensión de afirmar una hegemonía norteamericana a escala mundial, no al propósito de acabar con el verdadero enemigo, y con el verdadero peligro, representado por el terrorismo islámico. A la hora de satanizar, pura y simplemente Bush se equivocó de diablo, y no es extraño que el verdadero le mostrara públicamente su agradecimiento en vísperas de las elecciones presidenciales.Lo cierto es que ha surgido una nueva bipolaridad, con Dios y el Diablo como protagonistas simbólicos, y con ella formas de conflicto que nada tienen que ver con las que dominaron la escena en el pasado siglo. Es curioso que en las recientes valoraciones del triunfo de Bush se siguiera insistiendo en el papel tradicional de los Estados Unidos como escudo de Europa, cuando si sigue protegiéndonos con su política de cara al Islam como en estos últimos tiempos, mejor será que nos deje solos. El problema no es ya de guerra de las galaxias, ni siquiera de armas inteligentes con las que aplastar a los defensores de Faluya, sino de encontrar los medios para contener la metástasis del integrismo en el mundo musulmán, y entre los colectivos musulmanes en Occidente, evitando de paso el desplome de la conciencia democrática. En ambos sentidos, lo ocurrido en Holanda en torno al asesinato de Theo van Gogh debe servir de enseñanza acerca de aquello que puede ser la forma efectiva de Blade Runner en un futuro próximo. Porque los integristas de Al Qaeda tienen perfectamente claro, más claro aún que Bush, quién es Dios y quiénes son el diablo y sus servidores, así como las tácticas y los recursos a emplear para que la victoria del primero sea un hecho. La dureza de las informaciones y de las imágenes que dan cuenta de la acción de Israel y de la invasión de Irak basta para que masas de creyentes acepten la aplicación a hoy de los dos escenarios históricos de la fundación del Islam y de la resistencia victoriosa contra las Cruzadas. El título del libro escrito para explicar la estrategia del 11-S por Al-Zauahiri, Caballeros bajo el estandarte del Profeta, indica perfectamente ese propósito. Hay que enmarcar en el plano imaginario la yihad actual contra Occidente dentro de las circunstancias históricas e ideológicas del siglo VII. La escenografía de los vídeos de propaganda difundidos por Al Yazira responden puntualmente a la misma intención: a pie unas veces, a caballo otras, blanca la túnica, con la gruta evocadora de la revelación a Mahoma al fondo, solamente el Kaláshnikov nos recuerda que en el plano de las técnicas de la guerra Bin Laden, igual que su número dos, sí admite una modernización. Por lo demás, todo apunta a un regreso a los orígenes. Estamos ante una arqueo-utopía, esto es, ante la exaltación de una supuesta edad de otro, el tiempo de los piadosos antepasados -de ahí el salafismo- que siguieron el ejemplo de vida virtuosa y de guerra permanente mostrado por el Mensajero de Alá. La apropiación de las técnicas actuales, tanto en el armamento y en las tácticas como al adecuarse orgánicamente a la globalización, resulta del todo compatible con la búsqueda minuciosa de una reconstrucción de los procedimientos empleados por el Profeta armado en sus años de Medina. En vísperas del 11-S, las instrucciones finales de Mohammed Atta dan fe de esa convergencia. La imaginativa conversión de unos aviones comerciales en instrumentos de agresión está acompañada por la puntillosa reseña, siempre cita del Corán o de los hadices en mano, de los comportamientos que el mártir en potencia ha de adoptar para que su acción benéfica le haga merecedor de que le acojan las huríes en el Paraíso en calidad de 'amigo de Alá'. Ninguna prescripción puede ser eludida, ni siquiera el deber de matar a los prisioneros (en interpretación claramente abusiva del texto sagrado), considerar sus pertenencias como botín o utilizar el degüello como forma de ejecución. Un tradicionalismo macabro que en los documentos de ejecuciones transmitidas por las televisiones árabes, por ejemplo de los rehenes de Irak, se convierte en modo de actuación ejemplar. Y es que la vida del Mahoma guerrero ofrece suficientes recursos para que la ortodoxia de los integristas sea eficaz, tanto en el plano psicológico como en el de unas tácticas de lucha orientadas a la destrucción del adversario por todos los medios, comprendidos los que hoy denominaríamos intimidación y terrorismo. La contienda sagrada, esto es, la yihad del terror, se apoya en la exigencia de que el partido de Alá venza a los 'judeo-cruzados', mientras la despreocupación por las víctimas civiles queda justificada por el estigma de satanización que recae sobre todos los infieles. Los elementos simbólicos desempeñan un papel importante, y no sólo en lo que se refiere al incumplimiento que veda la presencia en tierra árabe de los no-musulmanes o a Palestina, sino incluso a al-Andalus, convertida en el ejemplo negativo, por ser la parte de dar al-Islam que nunca debió perderse y que ha de ser recuperada, tal y como nos explica Gilles Kepel en su magnífico libro recién publicado, Fitna. El islamólogo francés se muestra a fin de cuentas optimista. Conviene advertir, no obstante, que el tejido de la reconstrucción de las relaciones entre el mundo musulmán y Occidente requiere suma lucidez y paciencia, para remediar lo destruido por el terror y la sacralización en poco tiempo. Frente al integrismo salafí y al imperialismo providencialista, deberá ser por parte de ambos una prolongada y laboriosa yihad en la senda de la paz.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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