Deslenguados
El título de estas líneas no alude a esos discursos personales y sueltos de los que se nutre nuestra actualidad, a esas declaraciones que parecen cometas a lo lejos: se ve el papel o el trapo bailando en el aire, pero cuesta distinguir el hilo que las comunica y el progreso o proyecto que las orienta desde la tierra firme. No, este deslenguamiento titular tiene que ver con otra cosa. Con la degradación del medio ambiente del lenguaje. Como los bosques, las zonas húmedas, las plantas o los animales, las palabras se ensucian, adelgazan, languidecen a nuestro alrededor y acaban por desaparecer.
Resulta cada vez más problemático utilizar un vocablo en la tercera o cuarta acepción posible. Cualquier profundidad en ese sentido desconcierta o extravía, porque se ha perdido la curiosa costumbre de indagar escuchando. Y qué decir de la contaminación verbal, de esas palabras que, a fuerza de usos interesados, mercenarios o parciales ya no reconocen ni la lengua que las trajo al mundo, o que ya no son de fiar porque han servido para lo mismo y su contrario, para representar actitudes de cara y cruz. Sólo se me ocurren ahora mismo ejemplos sangrantes, por lo que prefiero abstenerme.
Cada día mueren varias especies animales y vegetales. También, palabras. Se dejan de escuchar. Y además sin alboroto, sin la protesta de ecologistas, de verdes del lenguaje. ¿Hace cuánto que no nos topamos con abigarrado o indolente o raudo? ¿Desde cuándo no nos arrullan en la conversación grácil o deleite? ¿Cuántas veces, en los últimos tiempos, un discurso público se ha articulado relativamente con un cuyo? Perdemos de palabra con la inapreciable ayuda de la industria del entretenimiento. Lo que hoy vende es la facilidad. Nada de líos. Todo sencillo y perfectamente digerible: puré de diálogos en las pantallas o puré de frases en las novelas de intriga triturada.
El lenguaje padece un cambio climático igual al de la atmósfera: recalentamiento insultante y toxicidad soez, que alientan algunos medios de comunicación (sic), a mi juicio en todo comparables a las fábricas antiguas, aquéllas cuyas chimeneas arrojaban un humo negro que hoy, por cierto, consideramos delictivo no filtrar. Igual que por el suelo, la desertización del idioma de los jóvenes avanza imparable ante la mirada de unas estructuras educativas que no pueden, no quieren o no saben responder.
Resulta evidente, flagrante, que nuestra cultura va perdiendo instrumentos de lenguaje y con ellos, posibilidades de intensidad comunicativa, de conocimiento sutil, de anchura y espesor de pensamiento. Y, mientras tanto, el discurso político (amplificado, traído y llevado) sigue apareciendo como paradigma de construcción verbal. Y los abordajes políticos, monopolizando el debate y las preocupaciones lingüísticas, lo que traducido a la vida cotidiana significa, por ejemplo, que aquí sigue siendo determinante en qué lengua se habla, como si lo importante no fuera lo que se dice en cualquier lengua. Como si lo esencial no consistiera en distinguir la brillantez de la necedad, la verdad de la mentira, la solidaridad de la discordia, independientemente del idioma que las representa. Hay quien considera aún las lenguas como haciendas con nombre y título de propiedad, pero no tiene en cuenta la degradación ambiental antes apuntada, el hecho de que esas haciendas que un día fueron bosques frondosos de palabras van camino de convertirse en parcelillas de matojos, en páramos.
En la novela 1984 unos siniestros agentes del poder se dedican a adelgazar el diccionario, su orgullo es que cada edición recoja cada vez menos vocablos. George Orwell denuncia así el totalitarismo, que para él se resume en la destrucción del pensamiento, es decir, del lenguaje que es su reflejo y su vehículo. Eso es precisamente lo que está sucediendo a nuestro alrededor. Pero claro, hoy el gran hermano significa otra cosa, y su poderoso ojo mira, descaradamente, para otro lado.
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