El alma
Mire usted, señor alcalde: o arregla ya lo de la polución, o este asunto nos dejará baldados a los madrileños de toda edad y catadura. Es una barbaridad que nuestra capital duplique el índice de polución marcado por la UE. Madrid respira muy mal. El dióxido de nitrógeno, por otra parte, será incorporado de inmediato a la descabellada campaña de Carod Rovira contra la candidatura olímpica. Pero lo más importante es que la contaminación que padecemos está afectando seriamente al alma de varios millones de ciudadanos aquí residentes. El alma es muy suya, muy exquisita, muy barroca ("antes muerta que sencilla"), muy etérea, muy invisible, muy inmortal y todo eso, pero si te duelen las muelas o te ahoga el asma, ella se esfuma y sólo vuelve cuando el cuerpo está sano. El alma es muy lista, aunque frágil.
De lo dicho se colige que las autoridades municipales tienen la culpa de que aquí nos estemos convirtiendo en unos desalmados, gente que deja el alma en el almario cuando sale a la calle, por si acaso. La capitalidad de la nación conlleva para nosotros una serie de inconvenientes cotidianos espirituales y materiales que nos pueden amargar (o incluso acortar) la existencia. Todos los vecinos de la Villa debieran ser indemnizados económica y espiritualmente por los peligros ambientales y metafísicos a que están sometidos. En lo que se refiere a la indemnización espiritual, se nos presenta una ocasión formidable con las celebraciones de los 400 años de la primera edición del Quijote en la imprenta madrileña de Juan de la Cuesta.
A primeros de 1605, Cervantes estaba aquí preparando la edición. Conviene recordar que Miguel de Cervantes fue bastante desdeñado por Madrid y por las autoridades de su tiempo. Lo pasó muy mal. Toda su vida fue un ahogo económico, un peregrinaje por despachos oficiales que sólo encontraron para el Manco de Lepanto un puesto de recaudador de alcabalas reales para pertrechar la Armada Invencible. Señor Gallardón, el dióxido de nitrógeno está maleando el alma de este lugar de La Mancha.
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