_
_
_
_
_
Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Maratón de miedo

El pan es más útil que la poesía, dijo Paul Éluard. Me he sentado junto a un chico que sujeta una gran barra de pan, un enorme, un suculento bocadillo de embutido y de pan con tomate, y se lo zampa ayudado por una cerveza, que sostiene entre las rodillas. Se proyecta en esta sala el vídeo La invasión de los zombies atómicos (Umberto Lenzi, 1980). A la entrada, la organización ha colocado un aviso: "Nota aclaratoria. La calidad de las copias de algunas de las pelis que se pasan en esta sala es asín como infecta (de la calidad de las pelis ya ni hablamos)...". En la habitación caben 90 personas, y está a rebosar. La atiborran grupos y parejas de muchachos y muchachas que han venido a pasárselo en grande; a menudo, chavales con pantalones vaqueros y gafas. Un chico con barba y pelo un poco largo, abrigado con un jersey negro, se come en un plis-plas una bolsa de patatas fritas, y unos siniestros de terciopelo y cuero buscan la manera de acomodarse todos juntos. En la película aparece el actor Francisco Rabal, y entonces los chavales corean entusiasmados: "Paaaco, Paaaco". Francisco Rabal tiene que enfrentarse a los pasajeros de un avión que, tras recibir unas radiaciones atómicas, se han convertido en zombies camorristas. Cuando aterrizan, los zombies desembarcan armados con puñales y metralletas, y pasan a cuchillo a medio aeropuerto. Los zombies de esta cinta tienen un punto proletario y andan dando vueltas sin parar por descampados, como queriendo atrapar un conejo o buscando un billete que se les hubiese caído entre las matas. Son zombies de americana modesta, jersey de pico y pantalón de tergal, con la cara un poco pintada de verde. "¡Pero mira qué zombies!", protesta a voces un muchacho. Y otro añade: "¡Son zombies pueblerinos!". No hay nada mejor que una mala película para disfrutar de un buen rato de cine con los amigos. Al final del pase un chico exclama ante un rótulo escrito en catalán: "Està en valencià! No s'entén!". Del ambiente de la sala se desprende el espíritu ochentero del vídeo de alquiler, que reivindican los organizadores del XVI Maratón de Cine Fantástico y de Terror de las Cotxeres de Sants. En este festival, cuando una copia de vídeo salta o se ve de repente rayada, se celebra con aplausos y voces de alegría. "Afortunadamente, esto no es el cine Verdi", hay escrito a mano en un papel y colocado en la pared.

Separada por un patio, en el que se puede tomar el fresco junto a la figura de un señor ahorcado entre un grupo de lápidas, se encuentra la sala donde se proyectan en 35mm los títulos que han sido novedad durante la temporada. Aquí el aforo es de 650 localidades y también se ha llenado esta noche de chavales que aplauden cuando el protagonista se sale con la suya. Se agita en la sala un suave murmullo de bolsas y de vasos de plástico, de ruido de comer, de ruido de beber, y aquí y allá se ve la punta encendida de los cigarrillos. De vez en cuando alguien ilumina su bolso con el móvil e incluso algunos hablan por teléfono con respetuoso volumen de voz mientras continúan disfrutando de la película. En ésta, El cazador de sueños (Lawrence Kasdan, 2003), unos amigos son atacados por unos monstruos extraterrestres. Los alienígenas se introducen en el aparato digestivo de los humanos y se manifiestan a través de ventosidades, eructos y cuantiosas deposiciones. Cuando uno de esos seres muerde en el pene a uno de los protagonistas que orina sobre la nieve, se origina una singular pelea, y estalla en la sala un clamor de aplausos, y todo el mundo jalea al humano en su lucha por deshacerse de la criatura. En otra escena un personaje llama desesperadamente a uno de sus compañeros, y entre el público alguien replica: "¡Voy!". A medida que continúa, la historia tiene cada vez menos fundamento. Un espectador grita descorazonado: "¡No es coherente!". Y otro le apoya: "¡Estoy confundido!". Y un tercero profiere: "¿Alguien lo entiende?". Y la sala responde al unísono: "¡Nooo!".

Tras las cortinas de la sala está el bar, con sus pequeñas mesas redondas, decorado con murales de cráneos y con una figura simbólica de la muerte, del tamaño de una persona. En la hoja de su guadaña la muerte muestra la lista de precios, y así también tiene esta estatua algo de poema visual. Regularmente se acercan en busca de provisiones unos chicos vestidos de monjes y de diablos, que participan en las partidas de rol ambientado de este maratón. También deambulan con su trofeo en la mano (un dragón con un rizo de celuloide) los ganadores del concurso de cortometrajes. En otra parte, cerca de la barra, se pasan clásicos del cine de terror. Y en un tenderete con vídeos, libros, tebeos..., se vende, junto a la película de Steve Miner Mandíbulas, la primera novela de Javier Marías, Los domingos del lobo.

"¡No, no lo hagas!", ha gritado un chaval desde la sala de proyecciones, y a su grito le ha seguido una súplica general. Por la calle pasan los coches tocando el claxon para celebrar el 3 a 0 del Barça-Madrid, un cartel anuncia a los Iracundos de Uruguay y la gente va y viene por la acera con sus americanas modestas, con sus jerséis de pico, con sus pantalones de tergal, entre la lírica del pan y lo real de la poesía.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_