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Columna
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Lo siento, Rosa

Rosa Díez escribió días atrás su desasosiego por el abrazo de don Juan Carlos a Ibarretxe en Vitoria. Lo siento mucho, Rosa, yo entiendo al Rey. Entiendo el solemne abrazo, propio de otros tiempos, destinado sólo a validos, con el que envolvió a Ibarretxe y que te escandalizó. A mí también. Pero hay que ponerse en el lugar del Rey, de un Jefe de Estado que tiene menos potestades que la gran mayoría de los presidentes de la repúblicas, al que de repente le viene un jauntxo y dice que en su plan el único vínculo con España es la Corona, es él. Qué ilusionante vuelta al pasado, en la que los reyes podían llegar a ser absolutos porque constituían el único vinculo (y el único poder) entre diferentes reinos, territorios y colonias. Ibarretxe le está haciendo a la Monarquía española un favor, seguro que perverso, una vuelta atrás, que ni siquiera los tradicionalistas se atrevieron a llevar tan lejos. Ibarretxe lo ha hecho tan bien que propone para España un rey inconstitucional; es decir, no solo reforma el Estatuto, reforma la Constitución.

Y lo siento por el Rey, que me caía bien. Porque a falta de república ha resultado un monarca muy republicano, y con este abrazo a mí también se me ha bajado un poco más la moral, aunque no creo que él fuera muy consciente del trasfondo político de lo que estoy diciendo, en esta época de talantes y buen rollito. Quizá nos convendría a todos repasar los fundamentos teóricos de lo que constituye una nación moderna, en una época en que por razones pragmáticas se buscan nuevas definiciones de lo que es una nación, como si no estuviera bien definida por todas las horas que metieron nuestros sabios de la Ilustración y las modificaciones que adoptaron los líderes republicanos en el siglo XIX.

La cuestión reside en poder ser franceses sin tener que ir a París. Traer Francia a aquí, que era lo que querían hacer nuestros malogrados abuelos republicanos, porque ser francés en París no tiene mérito. Y esta manera de ver la involución periférica y la última rebelión carlista con formas dialogantes de Ibarretxe no nos conduce precisamente hacia allí. Por eso, para evitar problemas, no nos vendría mal un mínimo de respeto hacia la convención que dirime nuestra convivencia política, la Constitución, la nación y los estatutos existentes, sazonado con una pizca de dogmatismo y dos hojitas de mitificación.

Modernidad y civismo es el mejor antídoto a la reacción. Como la plataforma cívica encabezada por Joseba Arregi bajo el revolucionario nombre de Aldaketa-Cambio. Dispuesta a denunciar que no es el pacto entre vascos lo que hoy predomina, sino la imposición unilateral; dispuesta a denunciar los instrumentos públicos puestos al servicio del nacionalismo y la dominación por un pensamiento único que arrolla a la sociedad democrática. Necesitamos un nuevo círculo de civismo e ilustración a la búsqueda de la sensibilización social, que evite el caos y la ley de la selva a la que nos lleva el nacionalismo triunfante. Es evidente la necesidad del cambio político en Euskadi por el que aboga esa plataforma como solución los derroteros expuestos. Es interesante que cada vez existan más foros dedicados a promover un cambio político, conscientes de que sin articular un tejido social democrático y cívico será imposible superar un régimen nacionalista que se fue erigiendo con la excesiva benevolencia, e ignorancia, de todos. Y lo más interesante de esta iniciativa es que se presenta con un discurso que supera cualquier sospecha de que se trate simplemente de una oportunista iniciativa electoral.

A estas señales positivas se une la debilidad de la gran hermana ETA. Tanto es así que la estética de Anoeta, la gran pantalla que enmarcaba a Otegi, con los pequeños humanos debajo, en sustitución de la Ausente, configuraba una escenografía orwelliana. Andarán, o no, dando vueltas a la pervivencia de ETA, aunque lo llamativo era ver a Otegi con su vestimenta oscura mirando desde una posición digna de dios a los presentes. Pero no vale la pena perder mucho tiempo en esto, aquí el problema de verdad es la nostalgia del carlismo mezclada con ínfulas nacionalistas, el movimiento nacional en que se ha convertido el PNV.

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