Poco ruido y pocas nueces
El autor cree que en la cumbre de Berlín del pasado fin de semana se debió tratar la caída imparable del dólar frente al euro, que tanto preocupa a la Unión Europea.
En la reunión del Grupo de los 20 en Berlín durante el pasado fin de semana, que fue rico en cumbres, sucedió lo que tenía que suceder: poca cosa. Lo único concreto ha sido que los Estados Unidos consiguieron de Alemania la cancelación de hasta el 80% de la deuda oficial de Irak. En estos momentos, no se pueden esperar grandes decisiones económicas del Gobierno de EE UU. Está demasiado obsesionado -con razón- con Irak y el terrorismo islámico como para preocuparse de temas más universales. Por ejemplo, de la caída imparable del dólar, que tanto preocupa a la Unión Monetaria Europea. No es probable que, si los ministros de finanzas y gobernadores de los bancos centrales hubieran acordado intervenir para frenar la caída del dólar, lo anunciaran a bombo y platillo. Pero es de temer que no acordaron nada al respecto.
Las preocupaciones de los países grandes van a relegar las prioridades de los pequeños
Para Europa, la relación entre el euro y el dólar era el tema de finanzas prioritario
El G-20 fue lanzado precisamente en Berlín, en diciembre de 1999, como grupo consultivo informal (es decir, sin ningún poder de decisión) para promover el diálogo en temas monetarios, financieros y económicos, y formar consensos entre los diversos centros de decisión sobre las acciones a emprender en un mundo globalizado. Las crisis financieras de Asia, que afectaron a economías en apariencia tan sólidas como Corea del Sur, Tailandia, Malaisia e Indonesia en 1997-1998, la crisis de Rusia en 1999 y la que se temía en Brasil, convencieron a los países ricos de la necesidad de implicar en sus reuniones y deliberaciones a estas economías emergentes, punto de destino de miles de millones de dólares en fondos de inversión. A él pertenecen, además de los miembros del G-7, el club de los países más industrializados, y de Rusia, los principales países emergentes: Arabia Saudí, Argentina, Australia, Brasil, China, Corea del Sur, India, Indonesia, México, Suráfrica, Tailandia y Turquía. La Unión Europea también está representada. En estos países viven las tres cuartas partes de la población mundial y su producto conjunto es el 93% de producto mundial. Su representatividad es realmente impresionante.
Pero a la reunión anual del Grupo en Berlín cada clase de países llevaba sus propias prioridades. Para Europa, la relación entre los valores del euro y del dólar era el tema de finanzas internacionales más prioritario. El presidente del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet, había calificado de "brutal" esta evolución. El encarecimiento del euro es un obstáculo para exportar desde la zona euro a la zona dólar, y es en definitiva un freno al crecimiento europeo, sobre todo de Alemania, Francia e Italia. Los Estados Unidos, en cambio, no se preocupan tanto -o quizás nada- por la depreciación del dólar, porque eso favorece sus exportaciones y puede ser un factor para reducir su colosal déficit comercial. Más aún, primero el secretario del Tesoro y después el presidente han afirmado que su Gobierno mantiene la política de un "dólar fuerte", lo cual en estos momentos significa exactamente lo contrario: que no van a hacer nada para evitar que el dólar se debilite; o por lo menos, así lo han entendido los mercados. Los norteamericanos ya reconocen que tienen un desequilibrio en la balanza de cuenta corriente -¡no faltaría más!-, pero afirman que la responsabilidad es en parte de los europeos, porque sus economías no crecen, y por lo tanto no importan suficientes mercancías de EE UU. El problema para ellos reside en que Europa no quiere hacer reformas estructurales. Reformen sus estructuras anquilosadas, nos dicen, crezcan, importen y ya verán cómo se arregla el desequilibrio. Este argumento puede tener parte de razón, pero la sobrevaloración del dólar es un hecho que en algún momento tendrán que corregir, o lo corregirán los mercados.
Mientras tanto, los japoneses y los chinos contemplan esta polémica con cara complaciente. El banco central de Japón sigue comprando grandes cantidades de bonos del Tesoro de EE UU para conseguir tres efectos: reciclar sus enormes excedentes en cuenta corriente, importar inflación (que necesita para combatir la tendencia deflacionista de su economía) y adquirir activos extranjeros, que le rinden más que los activos nacionales (ya que su tipo de interés es prácticamente cero). La compra masiva de activos en dólares mantiene elevada la demanda de dólares y fijo el tipo de cambio entre el dólar y el yen. China, por razones diferentes -y con consecuencias diferentes-, básicamente para no perder mercados de exportación, también mantiene el tipo de cambio fijo con el dólar. Se ha caracterizado la situación como un "Breton Woods asiático", con referencia el sistema de tipos de cambio fijos que resultó de la Conferencia de Breton Woods en 1944. Total, que el tema que más interesaba a los países de la Unión Monetaria Europea no se trató en Berlín.
Lo cual tampoco es de extrañar, porque la filosofía del G-20 es tratar temas de largo plazo y de alcance universal. Quizás no es lugar para decidir el reparto de la carga del ajuste de la balanza de pagos de EE UU entre América, Asia y Europa. El G-7, directamente implicado en el problema, podría ser un foro más adecuado. Parece que el presidente Bush, en la otra cumbre del fin de semana, la de la APEC en Santiago de Chile, trató el tema de la paridad del yuang y el dólar con el presidente chino, Hu Jintao. Una vez más, cuando se callan los gobernantes, los mercados tienen la palabra.
Una de las lecciones de la reunión de Berlín es que las preocupaciones inmediatas de los países grandes, como las paridades de sus monedas, el precio del petróleo, la financiación del terrorismo y el lavado del dinero de la droga, van a dejar en segundo plano las prioridades de los países menores. Una es la condonación de la deuda externa. El tema de la deuda adquirió importancia en Berlín indirectamente; primero por la ausencia de la representación argentina, que quizás no quiso enfrentarse a los ministros de Finanzas a propósito del tema del impago de los bonos. Además, por la condonación -política sin duda- que negoció el Gobierno americano con los principales acreedores de la deuda oficial (la que debe a los gobiernos) de Irak. Se espera que el Club de París acceda a una reducción del 80% de los 120.000 millones de dólares que debe a diversos gobiernos. El tema de la deuda externa de los países emergentes, y sobre todo la de los países pobres, continúa siendo un desafío para la nueva arquitectura internacional. Hay muchos aspectos de la situación que necesitan de la cooperación internacional, si no se quiere que varios países se queden anclados en el subdesarrollo y la pobreza por no encontrar una salida razonable a su situación de endeudamiento.
Los temas financieros que preocupan -o debieran preocupar- a todos los miembros del G-20 son los relacionados con los movimientos de capital en un mundo globalizado y con avatares del mercado de petróleo. A los países emergentes, receptores de los fondos de inversión, les interesa que éstos sean abundantes y baratos, pero quieren conservar el poder de limitar la entrada de fondos especulativos, que pueden amenazar, al retirarse rápidamente, la estabilidad financiera de los países. Cómo se lleva a cabo este control de capitales especulativos es algo que se debiera discutir y consensuar entre todos, para evitar arbitrariedades e ineficiencias. A los países acreedores, los propietarios de los fondos, les interesa que los riesgos en que incurren al invertir en países emergentes estén bien calculados y controlados. Les conviene que estos países dispongan de instituciones de vigilancia y control de los riesgos, supervisión de los patrones de endeudamiento y códigos de conducta para la prevención y solución de las crisis. La promoción y establecimiento de "buenas prácticas" financieras en el mundo es uno de los objetivos del G-20. En todo caso, los países emergentes necesitan estructuras financieras capaces de resistir los cambios de dirección rápidos de los flujos internacionales de capital. Finalmente, a falta de un banco central mundial, que hiciera las veces de un lender of last resort, es necesario prever mecanismos para venir en ayuda de los deudores internacionales, que por falta de liquidez se vean en la necesidad de hacer severos ajustes en sus economías, que crean recesión, desempleo y mucho sufrimiento humano, como Argentina en 2001. El Fondo Monetario Internacional es lo más parecido con que cuenta la actual arquitectura financiera internacional para estas eventualidades, pero sus intervenciones han demostrado ser insuficientes.
A última hora se alcanzó un consenso sobre dos temas que preocupan sobre todo a los países ricos: la evasión fiscal y el lavado de dinero. En cuanto a lo primero, los participantes acordaron vagamente cumplir con las exigencias establecidas en este sentido por la OCDE para actuar contra los paraísos fiscales. Como casi todos los miembros de la OCDE pertenecen al G-20, esto es lluvia sobre terreno mojado. No hay razón para esperar avances en este terreno. También estuvieron de acuerdo en actuar con más firmeza contra transacciones de capital sospechosas y participar (aunque no todos los países) en la FATF, una fuerza internacional especializada contra el lavado de dinero. El tema interesa particularmente a EE UU en su lucha contra el terrorismo.
Pero no se ha dicho nada de sustancia, fuera de alguna piadosa mención, sobre los temas financieros que afectan a los países más pobres: el cumplimiento de los objetivos del Milenio, que todavía está lejos por falta de financiación; las aportaciones al Fondo para el sida, que no acaban de materializarse, la financiación de la iniciativa del Fondo Monetario para los países endeudados más pobres, que está estancada; el aumento del componente de donaciones en la ayuda oficial al desarrollo, etcétera. Estas ausencias y omisiones delatan que este foro no es para el desarrollo económico y social de los países más pobres del mundo. Quizás haga falta otro donde estuvieran representados efectivamente no sólo los países emergentes, algunos de los cuales defienden sus intereses de potencias regionales, sino también los más pobres, los desterrados de la tierra. Aunque preocuparse por los problemas de éstos sería mucho pedir a la atención -y añadir a las preocupaciones- de los ministros de Finanzas y directores de bancos centrales de los países ricos y de los que aguardan a serlo pronto.
Luis de Sebastián es catedrático de la URL, ESADE.
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