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Condecoran a mis maestros

La vida no suele darnos excesivas alegrías, pero de vez en cuando llega alguna que merece ser comunicada, como ahora voy a hacer con el lector amigo, el cual la aceptará por comprensible, pues dos maestros míos muy queridos van a ser condecorados con la Creu de Sant Jordi, ese popular galardón de la Generalitat que se concede a entidades y ciudadanos merecedores de la estima y el respeto de todos por su dedicación preferente a la comunidad a través de su acción, saber u oficio. Durante el largo gobierno del presidente Pujol llegaron a concederse tantas cruces, para premiar sobre todo a defensors de la terra, que uno podía presumir en broma de ser de los pocos en no tenerla. Con el nuevo Gobierno catalanista de izquierdas del presidente Maragall parece que ese honor se dará con cuentagotas para mostrar una cierta preferencia por valores cívicos y sociales que le resulte a la ciudadanía más ejemplar y pedagógica.

Entre los primeros honrados y, además, salvos de un olvido injusto de muchos años aparecen, para alegría mía y de tantos amigos y discípulos como tienen, el maestro de periodistas Llorenç Gomis y el maestro de abogados y políticos Francesc Casares, cuyo magisterio no se reduce al estricto ámbito profesional, sino que se amplía al de la política como responsabilidad moral, ya sea en los medios de comunicación o en el partido político y en el Parlamento. En el caso de ambos se añade la enseñanza vital de su talante humano, de su estilo personal, adornado de virtudes nada ostentosas, más bien llenas de sencillez y decoro, resumibles en otra palabra sinónima que, por otro lado, da cuenta de su acción pública bajo el franquismo y en democracia. Esa palabra es decencia. Y decencia, en su raíz latina, es ni más ni menos que lo natural de uno, lo más propio y apropiado. Serviría para calificar ese aspecto siempre cuidado y elegante, decoroso, de mis dos maestros, y también su estilo literario (sus escritos y libros de memorias lo atestiguan), así como sus conductas tan eficaces como discretas, nobles y generosas, al servicio de un país o de unas naciones libres, igualitarias y fraternales. Por tanto, condecorar al decoro, a la decencia moral, como humilde virtud natural de una valerosa combatividad a favor de la causa humana, es un acto tan sencillo y apropiado como los que sus merecedores han realizado durante toda su vida.

¿Por qué me atrevo a hacer mío el honor de llamarles maestros entre tantos que pueden hacerlo? Porque han sido para mí, desde muy joven, referente orientador en mis oficios de escribir y de abogar por otros. Porque fui aprendiz de sus respectivas artes. Porque, hermanos mayores, guiaron mi pensamiento y mi ética política a partir de sus valores más altos, sin ambición de poder, fama o dinero, pues fueron siempre libres, trabajadores y abnegados, con un nivel de vida tan sólo decoroso. Gomis, amén de su magisterio periodístico como catedrático, editorialista y autor de libros, fundó hace 53 años y aún dirige una revista, El Ciervo (allí inicié mi aprendizaje literario), que es la única española de tan larga vida ininterrumpida y cuya influencia catalana en toda España es incalculable, puesdesde aquí su cristianismo avanzado movilizó conciencias y suscitó vocaciones políticas y sindicales que hicieron posible la transición democrática y su futuro. Por eso fue fácil lograr de alguien tan laico y justiciero como mi entrañable Jordi Solé-Tura, cuando fue ministro, que Gomis y su ciervo recibieran la medalla de oro en Bellas Artes. Fracasaron, en cambio, los intentos de que el cincuentenario de El Ciervo se celebrara en Cataluña otorgándosele, precisamente, la Creu de Sant Jordi, por culpa de una visión miope y casi miserable de un falso nacionalismo que impidió premiar a una revista no escrita en catalán. Casares, por su parte, lleva un largo tiempo similar en la defensa jurídica de los trabajadores. Sufrió prisión franquista, ha militado en el socialismo más genuino y exigente, y fue laborioso y combativo diputado en nuestro Parlament. Por su despacho pasaron, como buenos pasantes que eran, futuras personalidades de la política y el mundo del trabajo; entre otras, Isidre Molas, J. I. Urenda, Francesc Sanuy y el dirigente de CC OO Joan Coscubiela. Yo, que fui de los primeros tan sólo en el tiempo, nunca olvidaré aquel precoz e indeleble ejemplo jurídico, político y ético de una persona que con los años ha participado o presidido múltiples iniciativas democráticas en el campo del derecho y la política, como fue en especial su fecunda presidencia de la influyente Asociación de Amigos de las Naciones Unidas.

A mi edad, menor que la de mis maestros pero ya casi tercera, muestro con ingenuidad mi orgullo cuando hablo de quienes fueron un día mis alumnos o mis colaboradores de cátedra y desempeñan o han desempeñado tareas políticas o jurídicas de una alta responsabilidad. Pienso en mis queridos amigos de tanto tiempo, Maragall, Serra, Molas, Vallès, Ribó, Colom,Viver Pi-Sunyer, etcétera. Nada me deben ellos, sobre todo si se compara con lo que yo les debo a Francesc Casares y a Llorenç Gomis, si bien soy consciente de lo muy limitado que ha sido mi intento de cumplir con su magisterio. Por todo lo dicho y por muchas cosas más, que no caben en este espacio pero que pueden intuirse muy bien, no le habrá extrañado al lector amigo que quiera yo participarle hoy mi alegría cuando, por fin, la Generalitat de Cataluña va a condecorar el decoro, la decencia moral y el servicio cívico que han presidido la vida de estos dos maestros míos y de tantos, por no decir de toda Cataluña.

J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona.

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