¡El autócrata ha muerto! ¡Viva el pueblo!
No llegué a conocer personalmente a Yasir Arafat. En realidad nunca quise conocerlo. A pesar de haber recibido algunas invitaciones, siempre he preferido estar allí donde las personas intercambian opiniones al margen de las ideologías. Allí donde palpita ya la paz entre palestinos y judíos: en los hospitales de Ramala, en las universidades o en la música. Ahí es donde brotan las raíces de las soluciones pacíficas para Oriente Próximo. Ahí es donde gran parte del pueblo palestino y del pueblo judío va mucho más lejos que sus políticos, actuando de manera lógica y práctica, guiados por la inteligencia emocional, aspectos éstos que desgraciadamente Yasir Arafat había perdido de vista y que ahora deberían retornar a esta región en crisis, en particular de la mano de Europa.
La buenas costumbres dictan no hablar mal de los muertos. Yasir Arafat ha fortalecido la conciencia que el pueblo palestino tiene de sí mismo. Ha recorrido el mundo en calidad de Papa de Palestina y se ha convertido en icono de un pueblo oprimido. Ahora bien, hay otra verdad que no se debe callar. Arafat quizá haya sido un genio, sin duda alguna un mito y probablemente también un terrorista. Pero de lo que no cabe duda es de que ha sido un autócrata. Ha muerto el jueves pasado en París. De ahora en adelante éste debe ser el grito de paz en Oriente Próximo: "¡El autócrata ha muerto! ¡Viva el pueblo!".
El mito de Arafat ha instaurado un mito paralelo: el mito de Hamás. Diplomáticos de todo el mundo sucumbieron durante mucho tiempo al falso dogma de la necesidad de tener que negociar con Arafat porque la única alternativa que creían tener si no lo hacían eran los grupos palestinos radicales. Pero eso no es cierto. Yo sé que entre la población palestina existe una amplia corriente que sigue una tercera vía: el partido democrático Al Mubadara, dirigido por Mustafá Barghouti. Esta corriente busca una solución que admita el derecho de los judíos a volver a su país, que respete el sufrimiento del pueblo judío tras el Holocausto y al mismo tiempo defienda los derechos del pueblo palestino oponiendo una resistencia pacífica. Y estas personas no se han visto representadas en la figura de Yasir Arafat.
El análisis lógico de la situación que atraviesa Oriente Próximo desemboca necesariamente en la rápida fundación de dos Estados independientes y en la supresión de los asentamientos judíos. En este momento lo que tenemos es un Estado en el que impera el apartheid. A medio plazo debería configurarse un Estado palestino independiente federado con Israel. Dos Estados independientes y, sin embargo, dependientes entre sí, plenamente conscientes de que sus destinos están indisolublemente unidos. La capital de ambos pueblos debe ser Jerusalén, que así podrá convertirse en una ciudad símbolo de la paz mundial en la que eleven sus plegarias cristianos, judíos y musulmanes juntos.
Theodor Herzl, fundador del sionismo, envió dos rabinos de Viena a Palestina para comprobar si allí se podía hacer realidad el sueño del pueblo judío de fundar su propio Estado; pues bien, le comunicaron por carta que: "La novia es muy hermosa pero, desgraciadamente, ya está casada". Hasta el momento en que se produjo la retirada de los invasores británicos y se fundó el Estado de Israel en el año 1948, todos los moradores de esta zona eran palestinos: judíos, musulmanes y cristianos. Habían vivido juntos, si bien es cierto que no siempre de forma pacífica. Y después de la muerte de Arafat tampoco cabe esperar que una eventual solución pacificadora desemboque en el cese inmediato de la violencia. Eso sería totalmente ilusorio; ahora bien, la violencia debería ser la excepción.
Arafat ha pasado por alto la necesidad de combatir la desconfianza recíproca entre judíos e israelíes. Ha desaprovechado la ocasión de fomentar la conciencia de la existencia del dolor del otro pueblo. No puede haber paz mientras los palestinos nieguen el Holocausto. Pero tampoco puede haber paz mientras los israelíes no asuman parte de la responsabilidad en el conflicto con Palestina. La muerte de Arafat es similar a un momento de transición dentro de una pieza musical: una frase termina y con su último sonido da comienzo otra nueva, sin la más mínima fractura. Con una misma nota. De lo que se trata ahora es de saber cómo va a ser esa próxima frase. Y es fundamental no perder el tiempo. El tiempo político es como el tiempo en música, no se oye. Lo único que conocemos de él es su contenido. Así que la tarea que tenemos por delante consiste en encontrar contenidos apropiados para un tempo rápido. El tiempo después de Arafat debe ser el tiempo del pueblo palestino. Y ese tiempo va a exigir mucho valor: a los palestinos, a los israelíes y, sobre todo, a Europa. Así que ¡nada de miedos!
Israel y Estados Unidos no deberían seguir oponiéndose por más tiempo a la celebración de elecciones libres en los territorios palestinos por temor a que los representantes de Hamás salgan elegidos por mayoría. Lo que deben hacer es ayudar a los palestinos a expresar su propia voluntad. Deben confiar en el pueblo palestino. Estoy convencido de que Hamás no ganará unas elecciones libres. La democracia es la única solución tras la muerte del autócrata, por el propio bien de los palestinos. Hasta ahora el país ha estado gobernado desde las calles. Una Palestina libre necesita una democracia libre. No como importación del ideal americano, sino como una necesidad para que la radicalidad de las calles se debilite ante la figura de los representantes legítimos del pueblo.
Los presidentes estadounidenses pueden hacer declaraciones hasta quedarse afónicos, que jamás conseguirán que el mundo musulmán deje de considerarles parciales. Por eso Europa es la pieza clave en el proceso de paz. Por responsabilidad estratégica y moral. Más de la mitad de las exportaciones israelíes tienen como destino Europa. España y Alemania tienen, además, una responsabilidad muy especial. En ambos países los judíos tuvieron su hogar: en España hasta la instauración de la Inquisición, en Alemania hasta el Holocausto. El apellido Askenazy, muy común entre los judíos, es hebreo y significa alemán. Y otro apellido también muy común, Sefardí, significa español. Toda una serie de intelectuales judíos han contribuido en buena medida a hacer deEuropa un continente caracterizado por el humanismo. Y precisamente ese ideal humanista es el que debe guiar a Europa a la hora de intervenir en el conflicto de Oriente Próximo.
No hay otra elección. Si Europa no lleva ahora la paz a Oriente Próximo, Oriente Próximo traerá la violencia a Europa. Ya lo estamos viendo en Francia y en los sucesos acaecidos en Holanda. Tras la muerte de Arafat, Europa no debe quedarse ahí sentada explayándose en disquisiciones sobre si las cosas irán a mejor o a peor a partir de ahora. Europa debe pasar a la acción si es que quiere evitar que ocurra lo peor. No es el momento de preguntarnos si nos podemos permitir impulsar una transformación en Oriente Próximo. Lo que realmente debemos preguntarnos es si nos podemos permitir que no se produzca ningún cambio. Europa debe encargarse de que se celebren elecciones legítimas en Palestina.
Sé que es difícil para un canciller alemán consciente del papel histórico que ha desempeñado su país el ponerse ahora a dar consejos a Israel. Tampoco es eso lo que tiene que hacer. Pero sí que se le presenta una ocasión perfecta para ofrecer su ayuda. El mayor gesto de reparación que cabe imaginar sería que Alemania y España contribuyeran activamente a instaurar la paz en Oriente Próximo. Deben apoyar a los demócratas y a los grupos pacíficos de ambos pueblos. No sé en qué momento exacto Yasir Arafat comenzó a alejarse de su pueblo. A lo mejor fue antes de Oslo, cuando se iniciaron las conversaciones de paz en Madrid. En ellas intervinieron palestinos que habían vivido en los territorios ocupados y despertaron muchas esperanzas. Paralelamente a este proceso, Israel y Arafat entablaron negociaciones a otro nivel, inscritas en un diálogo ideológico y estratégico. Clinton se sumó a ellas y, cuando la resolución del conflicto parecía estar al alcance de la mano, ambos jefes de Estado recibieron el Premio Nobel de la paz. Demasiado pronto, como hemos tenido ocasión de comprobar después.
Porque en 2001 Arafat cometió el mayor error de su vida: no consistió, como se cree, en rechazar las propuestas de Barak, sino -peor aún- en militarizar la segunda Intifada, o por lo menos en tolerar ese proceso de militarización. Si hubiera organizado la resistencia de forma pacífica, la cuestión palestina habría llevado las de ganar desde un punto de vista moral. En ese momento histórico, Arafat perdió de vista la esencia de la ciudadanía palestina. Perdió a los no militantes que se oponían a las negociaciones de paz de Oslo, los palestinos demócratas. En ese momento, Arafat se convirtió en una figura trágica: la mayoría de su pueblo dejó de creer en él, por no hablar de los israelíes. Desde entonces ha seguido recorriendo el mundo como representante de los palestinos, pero ya era un mito hueco.
La cuestión que hay que plantearse ahora no es si en el futuro tendremos uno o dos Estados en Oriente Próximo. Tampoco tiene importancia saber por qué las negociaciones de paz han fracasado hasta el momento y quién ha tenido la culpa. Hasta ahora todos lo que han creído en la posibilidad de una solución pacífica en Oriente Próximo han llegado a la misma conclusión por lo que respecta a las fronteras: Clinton, año 2000 en Camp David; año 2001 en Taba, Egipto; y más tarde también la Liga Árabe y los saudíes. El tema de las condiciones de paz ha sido siempre el mismo. Como en la Heroica de Beethoven. Sólo un arpegio. Pero de repente se produce un milagro: vuelven a sonar las mismas notas, sólo que en otra tonalidad. Y eso es exactamente lo que debemos lograr: debemos entonar el tema de la paz en un plano enteramente nuevo.
La muerte de Yasir Arafat nos ha abierto la puerta. Y ahora toca dar el primer paso. El primer paso hacia la democracia. Es un paso que entraña riesgos y exige confianza. No sabemos adónde nos llevará. Pero si nos quedamos parados, no podremos escapar a la violencia.
Daniel Barenboim es pianista y director, fundador de la Orquesta East Western Divan junto con el ensayista palestino Edward W. Said. Traducción de News Clips
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