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Columna
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Madrid, ¿sí o no?

No tenemos por qué vivir en Madrid. Poco a poco parece que nos vamos dando cuenta de que esta ciudad es tan sólo una alternativa, una forma más de vida que puede desecharse o canjearse por cualquier otra. Quizá a los madrileños, por la incomodidad de las interminables obras, los crecientes atascos y las inmensas distancias en una ciudad en constante crecimiento y encarecimiento, se nos ha revelado esta elección antes que a otros ciudadanos.

Hasta el momento, los españoles hemos vivido con la sensación de no tener más opción que habitar las ciudades donde nacimos o crecimos, o aquellas otras donde nos casamos y nuestros hijos se están haciendo brechas y amigos. Sin embargo, ya empezamos a adoptar una mentalidad menos apegada y más abierta. Es raro el estadounidense que reside en la ciudad o el Estado donde nació, casi siempre obligado a trasladarse miles de kilómetros para ir a la universidad o buscarse un futuro más próspero. E incluso, una vez asentado, con mujer e hijos, el yankee no duda en aposentarse en cualquier otro lugar para mejorar su calidad de vida. Para los españoles, sin embargo, mudarse de ciudad ha supuesto hasta ahora un trauma: separarse del quiosquero de toda la vida, abandonar el bar y, sobre todo, a los familiares o los amigos era un acontecimiento doloroso por su desgarro y singularidad. Pero hoy, contagiados por el espíritu colonizador americano o fascinados por la impresionante velocidad de adaptación de los inmigrantes y la necesidad de encontrar empleo, hemos comenzado a comprender que lo razonable es pararse a pensar si seguir aquí compensa.

En Ourense, una tortilla a la francesa, dos pulgas, un zumo de naranja y un postre cuestan tres euros. En Elche, la mayoría de los habitantes va andando al trabajo y tiene muchas tardes libres en un lugar cálido donde anochece tarde. ¿Por qué seguir viviendo en Madrid a toda costa? ¿No estaremos perdiendo tiempo, salud y dinero en esta meseta? Ha llegado el momento de hacerse estas preguntas y cada vez más gente las contesta empaquetando. Hace un par de décadas encontrar un trabajo en otra ciudad era complicado. Mucha gente trabajaba en empresas domésticas sin grandes garantías de poder reanudar con éxito su profesión en un nuevo lugar. Hoy, por el contrario, muchísimos madrileños trabajan para grandes multinacionales que ofrecen traslados a otras sedes o presentan la posibilidad de solicitarlos.

Cambiar el centro de Madrid, con su delincuencia, sus altos precios y su carril-bus, por otra ciudad es una decisión drástica, pero mucha gente lleva años practicando una especie de semihuida: se han mudado a las afueras. Porque los residentes de las ciudades dormitorio cada vez gozan de más servicios y prescinden con más frecuencia del núcleo urbano.

Esta nueva y creciente disyuntiva: Madrid, ¿sí o no?, ha hecho a muchos habitantes de la Comunidad decidirse por reestrenar sus vidas en parajes más tranquilos, baratos y naturales, pero, al mismo tiempo, ha provocado que otros se reafirmen en su voluntad de vivir en la ciudad, a pesar de sus gobernantes y de la amenaza olímpica. Miles de madrileños, naturales o adoptivos, han reflexionado sobre las ventajas de Madrid hasta comprender que serían incapaces de vivir en otro lugar de España con una oferta reducida de ocio, cultura, gastronomía o comercio. Los amantes de Madrid han tomado consciencia de su adicción a la prisa y al ruido, a la excitación y a la riqueza de la gran urbe, y no cambiarían un robledal por un Vips ni una exposición en el Prado por un atardecer sobre el mar.

Quizá los mayores adictos a la vorágine de una metrópolis son los neoyorquinos. La semana pasada volví de Manhattan. Allí, en la capital del mundo, comprendí que en España vivimos en el extranjero y que deberíamos cambiar nuestro planteamiento residencial. Hasta ahora, los madrileños apasionados de la gran ciudad nos hemos limitado a quedarnos aquí mientras que los enamorados del campo se han atrevido a dejarlo todo por una zona bucólica. El amor por la naturaleza empuja a las personas a emprender una nueva vida en las montañas o frente a los océanos, una actitud bien vista por su salubridad y valentía. Sin embargo, desear incrementar la dosis de urbanidad parece algo tan excitante como concupiscente. Y ¿por qué no morder la Gran Manzana?

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