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Columna
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¿Quién manda en las lenguas?

Estamos en vísperas del III Congreso Internacional de la Lengua Española, donde 170 académicos, escritores, lingüistas, críticos, periodistas y expertos debatirán sobre la identidad y la expansión lingüística, sin que pese sobre ellos la sombra de ningún decreto-ley. Porque la lengua española no está bajo mando de gobierno alguno, no es propiedad exclusiva de las autoridades políticas de un país o de sus habitantes, ni tampoco los hispanohablantes de cualquier nacionalidad distinta de la española acceden a ese idioma mediante sistema alguno de concesión, franquicia o sucursalismo.

Este rasgo, el de ser un idioma enraizado plenamente en poblaciones de muy diferente geografía, es compartido por el castellano con el inglés y viene a dejar constancia de que la relación actual en ambos casos entre la lengua y el poder político es por completo diferente de la que al parecer existe entre el idioma francés y el Gobierno de Francia. París vendría a sentirse, según dicen, responsable y depositario único con capacidad para dictaminar y preservar la pureza de su lengua con cuantas incursiones considere precisas en el ámbito de las disposiciones oficiales de obligado cumplimiento. O sea que los descubrimientos, conquistas, colonizaciones, encuentros o encontronazos han dejado una huella lingüística muy diferente según los casos.

En el nuestro, pueden contarse más de 400 millones de iberoamericanos que proclaman, sin albergar duda alguna, el español como su lengua propia. Para comprobarlo basta observar que ningún argentino, uruguayo, dominicano, mexicano y así sucesivamente, preguntado por cuál es su lengua, dejará de responder que es el español. Pero, en contraste, si esa misma cuestión fuera planteada a naturales de Marruecos, Argelia, Túnez, Mauritania, Costa de Marfil, Centroáfrica, Chad o Madagascar, las respuestas esperables se diversificarían del árabe al malgache y podría apostarse por que hasta los mismos francófonos monolingües, nativos de esos territorios, preferirían en buena proporción reivindicar como propia una lengua originaria que ellos ignoran.

En la lengua española, nadie puede declararse poseedor de una pureza que a todos deba imponerse, como ha subrayado Pedro Luis Barcia, presidente de la Academia Argentina de la Lengua. En su seno conviven los acentos, los giros, las entonaciones, las musicalidades, las pronunciaciones, los modismos, las acepciones más diversas, sin que al poder político de ningún país le quepa pronunciamiento preceptivo alguno al respecto. La soberanía, pues, reside en el uso que de la lengua hacen los hablantes y es su consenso el que con posterioridad acaba siendo registrado en los diccionarios. Por eso, José Antonio Pascual señala que lo importante es que haya un número cómodo de hablantes y considera un disparate, una épica absurda, decir que el español está conquistando Estados Unidos.

Pero quien se atreva a sostener semejantes posiciones debe ser consciente de que puede incurrir en la ira de Luis María Anson, empeñado en vender ya desde la época de Adolfo Suárez que la crecida de la minoría hispánica brindaría en adelante la oportunidad a cualquier inquilino perspicaz de la Moncloa de ser decisivo en las elecciones presidenciales con el sencillo expediente de impartir las instrucciones para el voto de los hispanos en bloque por el candidato a la Casa Blanca que más se comprometiera con nuestros intereses. Pero la lengua, además de esta visionaria instrumentación política, era concebida como el mejor fulminante para el incremento de nuestro PIB, como si a cada uno de sus usuarios individuales o empresariales pudiera exigírsele el pago de un arancel.

¿Estarán algunas de estas ensoñaciones y sus correspondientes susceptibilidades inducidas en la base de las escaramuzas habidas en días pasados entre la Generalitat de Cataluña y la Generalitat de Valencia a propósito de la lengua propia, que figura en sus respectivos Estatutos? ¿Será que quienes dicen discutir por compartir una común denominación de origen en realidad se malician que después pudiera venir la autoridad omnímoda de un consejo regulador con propósitos de mando político?

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