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Columna
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Los símbolos y las políticas

Josep Ramoneda

A orillas del Ebro, quedaron claras dos cosas que no por sabidas dejan de ser relevantes. La primera, que la cuestión decisiva del debate estatutario será la financiación; la segunda, que entramos en un complicado juego de movimientos en el que todos quieren marcar puntos y endosar al otro los fracasos. A eso le llaman política, aunque a menudo es un abuso de este digno nombre y merecería ser llamado politiquería.

En un país tan dado a los apaños, todo se puede arreglar con eufemismos excepto la cuestión del dinero. Para la autodeterminación o para el reconocimiento del carácter de Cataluña como nación, todo el mundo confía en encontrar alguna frase que permita decir que se dice aunque literalmente no se diga. Pero con el dinero no se juega. Y además el Estado de las autonomías es un sistema de suma cero: es decir, lo que se lleva a un sitio se saca de otro. Con lo cual, no hay solución a la financiación autonómica que no tenga efectos sobre otras regiones españolas. Y es sabido que en tiempos de globalización el ámbito de los sentimientos solidarios tiende a restringirse en vez de ampliarse. La primera reacción ante el vértigo de los cambios es acordarse de la tribu y buscar refugio en las solidaridades del ámbito de cercanías. La financiación será, por tanto, la hora de la verdad, y más aún cuando llegue el momento de hablar con Madrid.

Lo demás forma parte de los ejercicios tácticos de acumulación de capital político, porque, como es sabido, los políticos están siempre mirando con un ojo a la patria y con el otro a la recaudación de votos. Nunca se supo si Artur Mas estaba dentro o fuera de la reunión, dicen en los círculos concéntricos del poder, respecto del encuentro de Miravet. Es la expresión de un temor: que los nacionalistas -los de Convergència, pero también en su momento los de Esquerra- sientan la necesidad de hacer fracasar el proceso de reforma del Estatut porque forma parte de su razón de ser ideológica que el PP y el PSOE, en materia nacional, son iguales. De modo que entramos en un ejercicio de achique de espacios en que cada cual busca cómo dejar eventualmente al contrario en fuera de juego. Maragall necesita subir la línea hasta cerca del centro del campo para que sea evidente que fueron los nacionalistas los que hicieron naufragar el Estatut, y los nacionalistas necesitan provocar las faltas necesarias para poder acusar de juego bronco al contrario y de parcialidad al árbitro, endosando de este modo un eventual fracaso a Maragall, incapaz de imponerse a su partido hermano. De modo que la única forma de avanzar es encontrar la manera de que todos puedan pensar que podrán obtener dividendos en caso de éxito y que es mejor ser partícipe de una negociación ganadora que correr el riesgo de cargar con la culpa de un fracaso. Todos los movimientos tácticos de las próximas semanas irán en esta dirección. Por lo menos, hasta que el PSOE enseñe sus cartas, que no se sabe si no las tiene o si están escondidas.

Lo más positivo de la reunión de Miravet es que fijó calendario. Y aunque es cierto que, a petición de Piqué, los plazos se alargaron un poco, por lo menos sabemos que este trance no será eterno. Quizá pasado este episodio sea más fácil retomar el hilo de lo que hace un año se llamó el cambio.

Hay estos días una falsa polémica entre las apelaciones permanentes a lo simbólico y la escasa visibilidad de las políticas de la vida (o de las cosas concretas) del Gobierno tripartito. Cualquier niño sabe que no sólo de pan vive el hombre y que hay que decorar el paisaje y construir fantasías para que este valle de lágrimas sea soportable. No hay política sin simbolismo y sin bajas y altas pasiones, porque de ellas está hecha la insociable sociabilidad humana. Lo que sorprende es la dificultad de Maragall y del Gobierno de izquierdas de aportar valor añadido a lo simbólico, como el propio presidente hizo cuando fue alcalde de Barcelona. Sin faltar para nada a las esencias patrias (que juegan siempre con la ventaja de colocarse, como todo lo sagrado, bajo la protección de lo inefable), se puede perfectamente releer y revitalizar lo simbólico conforme a los proyectos de futuro que un país debería ser capaz de identificar en cada etapa. La izquierda debería transformar su cambio, si es que existe, en símbolos renovados.

Símbolos renovados a partir de la propia tradición de izquierdas, en un país que lleva tantos años gobernado por la derecha, pero también a partir de los signos que emanan del discurrir del mundo. Maragall supo dotar a Barcelona de lo simbólico necesario para darle una nueva modernidad y, con ella, una identificación de valor universal. ¿Por qué no hacer lo mismo con Cataluña, que también necesita reubicarse en el mundo? Los diversos mimbres de la política del Gobierno serían mucho más visibles si tuviéramos una idea de qué se quiere tejer con ellos. La política tiene mucho de renovación permanente de lo simbólico.

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El Gobierno está empezando a trabajar las enormes potencialidades de Cataluña -por tradición, capacidad y conocimiento- en el campo de lo bio. Hay en este espacio una nueva dimensión -que afecta como ninguna otra al futuro de la bestia humana- que puede desempeñar un papel cohesionador de proyectos y de desarrollo tan potente como ha desempeñado el savoir faire urbano en la reinvención de Barcelona. Es, además, una vía de afirmación de una idea de país fundada sobre la alta calidad y sobre la exigencia. El triángulo que define la función bio, la cultura como bien de primera necesidad e instrumento de creación y renovación simbólica, y la condición de territorio de gran movimiento de flujos humanos (de la inmigración al turismo, pasando por los jóvenes de los Erasmus o de las movidas alternativas), es uno de tantos trampolines sobre los que Cataluña puede dar el salto y salir de su tradicional cacofonía.

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