Literatura y todo lo demás
Con la literatura ocurre que se pueden narrar las historias más estrafalarias para disfrute o desdén de un lector que por nada del mundo quisiera verse en la piel de los personajes que las pueblan
Quijote y etc.
Antes de que nos frían sobre las virtudes de la novela de Cervantes (inaugural, inabarcable, popular, etc.), habrá que defenderse diciendo que, en efecto, se trata de una novela espléndida, sobre todo en el capítulo segundo de la segunda parte y siguientes; que es tan caudalosa como conmiserativa; que constituye en sí misma un ejemplo de lo que nadie se atreverá a hacer jamás; que casi nadie la ha leído por más que todos debieran hacerlo, y que en muchos de sus pasajes se pierde en una graciosa exposición de regocijos desparramados más o menos pedagógicos. ¿Enseñar deleitando? Es posible. Aunque se trata más bien de disfrutar escribiendo a pierna suelta. Y no como los estudiosos que nos darán la tabarra con su culto saber cuatricentenario. Cervantes, ese productivo Bartleby, preferiría no hacerlo.
Miradas perdidas
Tienen una manera distinta de mirar a los transeúntes quienes se detienen al volante ante un semáforo, quizás por lo efímero de ese encuentro visual, mientras que los peatones van acompañados muchas veces de una complicidad en la mirada como de largo recorrido. Ocurre también en algunos lugares cerrados. ¿Quién -pese a las imágenes de algunos spots publicitarios- se atrevería a mirar a los ojos a los compañeros de viaje? Más bien se mira al cielo, que en esos casos apenas está separado por unos centímetros de la cabeza. O las jóvenes de pantalones pirata que caminan rápido y te sobrepasan en la certidumbre de que están siendo miradas hasta el punto de volver la cara para cerciorarse. O la anciana vecina desconfiada que, pese a años de convivencia, todavía espera a verte con las llaves del portal en la mano antes de franquearte la entrada cuando se adelanta algunos pasos. Miradas perdidas, urbanas, enérgicas, desamparadas.
El saldo del origen
Que el capital recién nacido vino al mundo chorreando sangre y lodo por todos sus poros desde los pies hasta la cabeza es algo más que una ocurrencia del más severo de los Marx. Después se dignifica, difunde la filantropía culposa, inventa las fundaciones de ayuda y convierte en institución los actos caritativos, etc. Hay que disponer de mucha fortuna para permitirse alardes de generosidad, una actitud de pretensiones ejemplarizantes que cuenta entre sus condiciones de posibilidad un horizonte favorable en todo a sus objetivos. Luego están los que pierden. Yasir Arafat muere en París después de un cerco inmisericorde y terrible. El anciano libertador del pueblo palestino se convierte en un corrupto sin escrúpulos, terrorista de toda la vida, dictador de su propio pueblo, y responsable de no se sabe cuántas tropelías más. Ciertas, sin duda. Tanto como las de Bush, Sharon, y tantos otros.
Lengua y artificio
El carácter en buena medida artificioso de la eterna polémica sobre la denominación de nuestra lengua se pone todavía más de manifiesto cuando se ocupa de ello alguna televisión estatal, como ha ocurrido estos días. El asunto es tan simple que fuera de esta Comunidad resulta imposible de entender a qué santo viene tanto jaleo. Claro que para algunos no se trata tanto de defender la propia identidad como de abominar de Cataluña, no así de otras comunidades con las que no se tiene afinidad lingüística. Bien mirado, es una especie de locura esa manía de diferenciarnos de la lengua a la que más se parece el valenciano, y si la cosa fuese en serio, es un asunto que carecería de toda relevancia. No son las similitudes y diferencias entre el valenciano y el catalán lo que está en juego, sino su uso como arma arrojadiza -y en sintonía con los sobresaltos del calendario político- por los herederos de quienes la montaron, y gorda, en los tiempos de la transición.
Poesía y verdad
No se conoce ningún lector de poesía de cierto gusto al que no le guste la obra de Jaime Gil de Biedma, del que se cumple ahora no recuerdo qué improbable aniversario. Una obra escasa, es cierto, pero de una densidad tal y tan próxima en la aparente facilidad de sus recursos estilísticos, que conmovió el panorama de lo que se llamaría desde entonces poesía de la experiencia. Y qué experiencia, bien puede decirse. Vetado por Manuel Sacristán para su ingreso en el Partido Comunista de aquéllos años por su condición homosexual y no por su origen de clase, turbulento como él solo en las distancias cortas de miles de nocturnas barras de bar, consumidor compulsivo de sustancias tan nocivas para la salud como el amor mismo que se profesaba bajo la apariencia del odio inteligente. Uno de los pocos poetas -y hablo de los grandes- que se atrevió a arremeter contra sí mismo en unos versos todavía memorables.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.