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El 'factor Madrid'

En los análisis sobre las elecciones presidenciales norteamericanas -las últimas, o cualquiera de las anteriores- resulta clásica la discusión acerca de si el factor decisivo ha sido la política exterior o, por el contrario, las cuestiones internas; y lo segundo suele ser más cierto que lo primero en casi todos los casos. Por el contrario, y si me permiten forzar la analogía, tengo la impresión de que en las grandes encrucijadas de la política catalana reciente, el elemento determinante ha procedido de fuera, ha sido -para utilizar la sinécdoque habitual- el factor Madrid.

Ciertamente, sus 23 años largos de gobierno en la Generalitat supusieron para Convergència i Unió (CiU) un desgaste, una erosión, una fatiga de materiales. Pero, pese a las descripciones apocalípticas que algunos de sus adversarios venían haciendo desde 1984, no parece que fuera la gestión de los asuntos internos (la sanidad, la educación, la cultura, el medio ambiente, etcétera) la que arrastró a la coalición nacionalista a perder el poder, hace ahora 11 meses. En todos estos ámbitos CiU cometió errores, mostró carencias e infirió agravios -para no rebuscar, recuérdese el apoyo al Plan Hidrológico Nacional (PHN)-, pero ninguno de ellos en particular ni todos en su conjunto provocaron un descalabro en las urnas que hundiese a los convergentes en la sima de la oposición.

Si el resultado electoral catalán de noviembre de 2003 hubiera vehiculado un juicio condenatorio sobre la gestión interna de CiU, entonces el gran ganador debió ser el Partit dels Socialistes, que había sido el crítico más implacable de aquella gestión, que la fiscalizó con un shadow cabinet y le contrapuso prolijas alternativas. Pero no fue así porque aquella votación juzgó sobre todo la política exterior del último Pujol, es decir, su política española del periodo 1999-2003. Lo que redujo el caudal de votos a Artur Mas y, simétricamente, hinchó las velas de Esquerra Republicana (ERC) -haciendo posible con ello una mayoría parlamentaria alternativa- fue la imagen de debilidad, supeditación e impotencia que CiU había dado en su relación con el ensoberbecido PP de Aznar desde el año 2000. Si los herederos de Pujol dejaron de regir la Generalitat no fue a causa de la saturación en las escuelas o los hospitales, de las deslocalizaciones industriales, del pleito por el túnel de Bracons, ni siquiera del PHN. Fue porque, en el estructural eje de tensión Cataluña-España, habían parecido blandos, flojos o pusilánimes a la hora de hacerse respetar. De ahí el trasvase de votos a ERC.

Bien, pues tras haber sido el circunstancial y feliz beneficiario de ese factor Madrid, Pasqual Maragall corre ahora el riesgo de convertirse en su próxima víctima. Casi un año después del cambio de Gobierno, la gestión de éste muestra nuevos acentos, prioridades distintas, aires más frescos... y algún alarmante agujero negro; pero, en conjunto, no creo que los ciudadanos hayan percibido grandes novedades ni deben esperarlas mientras no mejore de veras el sistema de financiación. En cambio, las peores borrascas que han zarandeado al tripartito proceden todas del frente exterior, del eje Cataluña-España. Y no me refiero ya a las feroces campañas orquestadas por el PP durante el primer trimestre de 2004, sino a los chirridos cada vez más agudos que dicho eje emite últimamente, ya bajo el afable mandato de José Luis Rodríguez Zapatero.

Para resumir, se diría que, en materia territorial-simbólico-identitaria, en lo referente a la cultura política de la pluralidad, estamos asistiendo al rápido agotamiento del reputado talante, a la temprana crisis del celebrado "espíritu de Santillana del Mar". ¿Síntomas? Tan enfrentados en todo lo demás, el PSOE y el PP se muestran unánimes a la hora de ratificar un Pacto Antiterrorista cargado de prejuicios criminalizadores y excluyentes contra el nacionalismo democrático. Al mismo tiempo, el presidente del Gobierno rechaza con inusual contundencia la hipótesis de un enfrentamiento deportivo entre España y Cataluña, y sus ministros formulan un veto tan rotundo como prematuro a que el nuevo Estatuto catalán establezca el derecho de autodeterminación. Matando dos pájaros de un tiro, la reforma del reglamento del Congreso mantiene el catalán fuera de la Cámara baja y, a la vez, impide al PSC tener grupo parlamentario propio. Y lo más inquietante: el desarrollo del comité federal socialista del pasado sábado, cargado de hostilidad y desdenes hacia las tesis maragallianas; "las diferencias o no entre el catalán y el valenciano son una anécdota" (José Blanco), "el modelo de Estado ya está cerrado (...) Si alguien tiene un problema con el hockey, pues que se arregle..." (Rafael Simancas).

Para el actual presidente de la Generalitat, el viejo panorama que todos estos síntomas vuelven a dibujar resulta especialmente peligroso, más de lo que lo fuera para su predecesor. Por un lado, porque Maragall se ha autoerigido en la bisagra viviente entre el catalanismo y la España plural, y ello pone sobre sus hombros cualquier sobrecarga que se produzca en esa articulación. Además, y a diferencia de Pujol, en caso de crisis grave Pasqual Maragall no tiene segura su retaguardia. Es notorio -se vio a raíz de las dos versiones de la Constitución europea- que grandes sectores del PSC sienten horror a los conflictos con el PSOE y con La Moncloa. Tanto horror, que buscan la forma definitiva de evitarlos, y algún alto dirigente ya cree haberla encontrado: se trataría de arrumbar con tanto discurso identitario y tanta zarandaja simbólica, de interpretar la realidad bajo ópticas "no identitarias" y de hacer política desde un "mensaje anacional".

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Es verdad: para evitar encontronazos con el factor Madrid, lo más sencillo sería interiorizarlo, y convertirnos en "anacionales" como los de la Corte, con su bandera, su Hispanidad y su cabra de la Legión.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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