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Columna
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Cenizas rituales

El antropólogo Nigel Barley nos recuerda que, desde el punto de vista de la arqueología, la preocupación ritual por los restos mortales se cuenta entre los primeros hitos que indican que el ser humano consigue trascender su condición de mero homínido. Ahora bien, si nos hubiésemos quedado en meros homínidos, le podríamos haber evitado un problema al Ayuntamiento de Almonte.

Por lo visto, se ha puesto de moda entre muchos homínidos ascendidos de categoría el ritual de esparcir cenizas de difuntos en las vías públicas y en las marismas de la aldea de El Rocío, de modo que el pleno municipal almonteño ha aprobado por unanimidad una ordenanza en la que se prohíbe esa práctica funeraria, una práctica que sugiere un cóctel ideológico de superstición, de vanidad póstuma y de lirismo: allá va uno tras la muerte, convertido en ceniza volandera y errante, fundido con el cosmos, en la aldea sagrada, etcétera. "Todo el asunto de la incineración y la dispersión de las cenizas parece implicar la disolución de la identidad, pero la fijación del modo y del lugar reinserta al individuo en la operación", señala el mencionado Barley en su libro Bailando sobre la tumba, en el que cuenta algunas curiosidades: un empleado de un museo ha dispuesto que sus cenizas sean arrojadas a los ojos de los administradores del Museo Británico; un crítico de arte ha decidido que las suyas sean mezcladas con migas de pan y desperdigadas luego por las escaleras de la National Gallery, de manera que, al ser comidas por las palomas, aquello se convierta en una función vanguardista de action painting. Y así sucesivamente. "La mayoría, sin embargo, quiere que sus cenizas estén donde su corazón, buscando así algo más grande que su propia e incierta individualidad", indica Barley. ¿Puede haber para un rociero algo más grande, a escala simbólica, que la aldea de El Rocío? No. De manera que allí van a parar muchos rocieros fiambres. Pero el problema no parece ser tanto la dispersión de las cenizas de los devotos, que eso a fin de cuentas se lo lleva el viento, como las tramoyas que montan los familiares para perpetuar la memoria de sus ex seres queridos: altares funerarios, coronas de flores, cruces, retratos del muerto con atuendo de romero... Y eso es ya basura, y hay que limpiarla de vez en cuando para que aquello no parezca un cementerio de campaña, y algunos turistas se espantan y cruzan los dedos, porque ellos van allí para implorar milagros a la Blanca Paloma, no para que le recuerden que van a palmarla tarde o temprano. Además, como estamos mediatizados por las fantasías cinematográficas, no se quita uno de la cabeza que esa concentración de difuntos puede provocar un fenómeno de poltergeist: que se reúnan por azar todas esas cenizas dispares y formen el gran espectro en pena del rociero vengador (con su chaquetilla blanca y sus zahones de cordobán, con su vaso de manzanilla en la mano, montado en una jaca espectral y lucera), que se dedique cada noche a atormentar el descanso de los concejales almonteños que han firmado la ordenanza que prohíbe a todo romero esparcir sus cenizas en la aldea en la que rezó y cantó sevillanas, en la que tocó el tambor y la Gloria, y en la que incluso su caballo se enamoró de una yegua cartujana. Y olé.

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