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Columna
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Justicia

Finalmente, la polémica aplicación de la llamada ley del velo en Francia deja a unas cuantas adolescentes fuera de las aulas. Cubiertas por las toquillas, sus lamentos llegan a la prensa: ¿por qué una práctica religiosa que no hace mal a nadie ha de ser un obstáculo a su educación? Dan penita, porque se las ve jóvenes, inofensivas y con ganas de ir a clase y porque un punto de razón ya tienen: los franceses en el extranjero llevan a sus hijos al Liceo Francés, donde maestros vestidos de Albert Camus enseñan a Corneille. En cambio, ellas tienen que pasar por el aro o verse forzadas a hacer campana. Tal vez es su decisión, pero sin duda no han elegido estar en el centro de un torbellino cuya dimensión jurídica y política las desborda.

Cerca de Francia sonaban hace pocos días unas quejas similares de los cocineros vascos citados a declarar sobre si habían pagado o no el llamado impuesto revolucionario que les exigía ETA. Si efectivamente cedieron a la extorsión, su debilidad es comprensible. Son gente de paz que sólo quiere cocinar bien y mantener la clientela. Se les puede pedir, pero no exigir que su actitud esté a la altura de un momento histórico para enfrentarse al cual no valen las recetas.

Puestos ante un dilema, los dos grupúsculos apelan a principios contrarios: las chicas, a sus convicciones religiosas; los cocineros, al sentido práctico. Lo eterno y lo cotidiano. La verdad revelada y el precio de la merluza. Sin embargo, los dos reclaman lo mismo: la conciliación de su lógica particular con la justicia general.

Sus quejas son como las del enfermo que gime a sabiendas de que eso no aliviará sus dolores ni contribuirá en nada a su curación. Al que le toca la china sólo le cabe resignarse, seguir las prescripciones del médico y esperar que todo vaya bien.

Pero el hombre es capaz de imaginar cosas magníficas que poseen todas las virtudes y un solo defecto: el de no existir. Los que quedan atrapados en la tenaza de sus circunstancias se expresan en un lenguaje doloroso que todos entendemos, pero que no se corresponde con una realidad hecha de pactos precarios entre el deseo y el miedo, el riesgo y la necesidad. Su protesta nos conmueve, pero con ella no están haciendo un llamamiento a la justicia, sino a la compasión.

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