Casablanca
Durante unos días en Casablanca, he contemplado la frenética agitación que se establecía en el zoco de la medina, en los puestos callejeros, en los hornos y pastelerías a la caída de la tarde. La gente compraba comida para romper el ayuno del Ramadán y este hormiguero se multiplicaba a medida que se apagaba el sol y, de repente, el silencio caía sobre el asfalto como una niebla cada vez más compacta hasta adquirir la misma consistencia de las piedras sagradas, y en sólo cinco minutos toda la ciudad quedaba vacía. En ese momento, llegada la primera oscuridad, con la luna manifiesta, en Casablanca sus cinco millones de habitantes ingerían con el mismo anhelo preceptivo un vaso de leche con dátiles, seguido de una sopa de carne y garbanzos, que en árabe se llama harira. Una noche bajo la pulsión misteriosa de esa hora me paseé con unos amigos por la ciudad desierta. Visité la mezquita de Hassan II, cuya belleza nocturna era absolutamente turbadora. En su explanada junto al mar, las siluetas de unas mujeres de rostro embozado, que parecían sacadas de la ilustración de un cuento oriental, seguían a unos clérigos de barbas fanáticas. Durante la exploración de las calles deshabitadas, de pronto, en una esquina vi brillar este rótulo de neón: Rick's Americaine Café. Era el nombre del famoso garito de la película Casablanca . Dentro había un negro tocando el piano, aunque no se llamaba Sam y tampoco estaban ya Bogart ni Ingrid Bergman, sino unos cristianos rubios que bebían anodinamente rememorando una fascinación perdida, reproducida ahora en escayola. El fiero latido de Casablanca estaba en otra parte. Siguiendo el camino por la soledad de las calles, se oía la culebrilla de las plegarias a Alá el Misericordioso que salía del interior de las mezquitas, y entonces apareció una tapia blanca con otro rótulo donde se leía: Casa de España. Recordé que allí se había rodado otra película Casablanca que era verdadera, adaptada a la más siniestra actualidad. Una noche de fiesta entraron allí unos suicidas islamistas, degollaron a los vigilantes de la puerta, llegaron hasta la mitad del restaurante donde los clientes jugaban al bingo y departían con algunas chicas de alterne, y en sólo un segundo de ceguera la dinamita hizo síntesis con el fanatismo, cuya explosión creó docenas de cuerpos destripados. Esta versión moderna de la película Casablanca sólo ha dejado la seducción de la sangre. Y en ella estamos todavía. No la toques más, Sam: ésta es la plegaria.
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