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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El mundo de Bush

La victoria de George W. Bush en las elecciones presidenciales estadounidenses no es el resultado más apetecido por una buena parte de los líderes mundiales, con rotundas excepciones como Vladímir Putin o Ariel Sharon. Para muchos, el primer mandato de Bush ha hecho del mundo un lugar más inseguro, en contra de la prédica de la Casa Blanca, y no es infundado el temor de que un segundo tan abrumadoramente sancionado por las urnas provea al presidente estadounidense de ímpetus renovados. Frente a este punto de vista se alza otro, más sostenido por la historia, según el cual la reelección tiende a dulcificar las aristas de la política exterior estadounidense. El caso de Reagan es ejemplar a este propósito.

Sea como fuere, y a la espera de los primeros nombramientos en el área exterior, es un hecho que Bush ha obtenido de los electores un inequívoco mandato de firmeza internacional. Otra cosa será cómo interprete el presidente estadounidense en qué consiste esa firmeza. Hay argumentos, pese a todo, para pensar que la política exterior de Washington pueda ser menos arrogante, agresiva y unilateral que durante los últimos cuatro años. La razón no estaría tanto en un cambio de talante del líder republicano cuanto en el hecho de que esa visión del mundo básicamente no ha funcionado. Ni lo ha hecho en Irak, donde el desastre es imparable a menos de tres meses de las previstas elecciones -y proporciona así un excelente pretexto para el cambio-, ni en el largo contencioso atómico con Corea del Norte, ni lleva camino de hacerlo en el caso de las alarmantes ambiciones nucleares de Irán, por citar tres puntos críticos de la agenda estadounidense. Una agenda sobre la que planea, además, la amenaza global del creciente terrorismo islamista.

Bush hace frente a mayores desafíos que hace cuatro años en una situación más condicionada y debilitada por las necesidades militares crecientes de EE UU, su déficit ingobernable y su impopularidad internacional. De hecho, y pese a su retórica de confrontación, Washington da señales en los últimos tiempos de acomodarse a realidades inquietantes, como Irán o Corea del Norte, tratando de contemporizar a través de intermediarios. Incluso para Bush debe resultar claro que la sangrienta aventura iraquí y sus daños colaterales -Guantánamo o Abu Ghraib- le hipotecan no sólo para presentarse como portaestandarte de los valores occidentales, sino también para armar nuevas coaliciones en apoyo de su política exterior.

Especialmente grave es el caso de Europa, donde el unilateralismo de Bush ha ahondado como nunca el foso atlántico. Los Gobiernos europeos habrían preferido con mucho a Kerry en la Casa Blanca, pero deben acomodarse al resultado de unas elecciones que han renovado la división interna de la UE, como se acaba de poner de manifiesto en la cumbre de Bruselas. Europa -descartada obviamente Gran Bretaña- ha mostrado una abierta hostilidad hacia las políticas de Bush, a diferencia por ejemplo de Asia, con muchos menos apriorismos debidos en parte a la ausencia de cultura o historia comunes. Sólo el universo musulmán, por razones contundentes, ha mostrado un rechazo mayor.

Y sin embargo, por la fuerza de los hechos, quizá las relaciones con Europa acaben definiendo la segunda época de Bush. Washington va a necesitar a sus aliados históricos para abordar algunos retos clave. La guerra de Irak sobre todos, puesto que es impensable la estabilización del país árabe sin una amplia alianza internacional que otorgue al futuro régimen la legitimidad que no pueden darle los tanques estadounidenses. Pero también la UE resulta imprescindible en Irán o para la consolidación de Afganistán. Resulta impensable, por ejemplo, que situaciones agónicas como el conflicto palestino-israelí -donde no hay ni paz ni proceso en marcha para conseguirla- puedan manejarse en los momentos críticos que se avecinan sin el entendimiento transatlántico.

Parece imperativa una buena dosis de humildad por ambos lados, porque el mundo del siglo XXI no se va a construir necesariamente sobre los exclusivos moldes europeo o estadounidense. Los líderes europeos deberían resistir la tentación de hacer del antiamericanismo una ideología, abocados como están a entenderse con la superpotencia con la que comparten no sólo una idea de libertad y progreso, sino intereses básicos económicos y de seguridad. Eso debería resultar meridiano para una Europa que, en años muy recientes y pese a su retórica, ha necesitado de la decisiva intervención militar de EE UU para resolver sus sangrientos problemas en los Balcanes. A nadie se le puede escapar que Europa - una realidad nueva de 25 miembros y en ampliación- y EE UU se necesitan.

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