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Columna
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Ni siquiera ellos

Cuentan que el elegido presidente Bush jamás ha leído un libro que no sea la Biblia o el anuario de Alcohólicos Anónimos, y que apenas ojea los informes que periódicamente le presentan sus asesores. Cuentan que, como mucho, es capaz de prestar atención a los resúmenes de los resúmenes, aunque por lo común reclama un último resumen destilado y, sobre todo, oral. Al reelegido presidente le gusta que se lo simplifiquen todo. A nosotros también. Es muy consolador y descansado pensar que la ciudadanía de los EEUU tiene sencillamente lo que se merece, es decir, al hijo de George Bush. Es francamente cómodo pensar que el norteamericano es un pueblo de acémilas comedoras de hamburguesas y pollo de Kentucky, una amalgama informe de calvinistas, puritanos y cuáqueros embrutecidos. Es fácil afirmar que los americanos no tienen arreglo mientras vemos el cine que ellos hacen, comemos la comida (es un decir) que ellos perpetran y vestimos en invierno y verano (sobre todo en verano) la ropa con la que ellos se disfrazan.

Tienen lo que merecen, puede ser. Pero quizás por eso mismo nos tienen a nosotros, a una Europa americanizada sin remedio. La americanosfera que ha bautizado Guillaume Faye es una realidad. El olvidado Raymond Abellio escribió que los Estados Unidos de América serían "el lugar donde Occidente va a morir". Su predicción está tal vez cumplida o a punto de cumplirse, aunque, de cualquier modo, para él Norteamérica era "el extremo occidente de Occidente". Y es que quienes despachan a los yanquis con un par de adjetivos no recuerdan que ellos, los yanquis, son los hijos de Europa y de sus utopías cardinales. Es la Ciudad de Dios sobre un Lago Salado; la Nueva Jerusalén emergiendo en medio del desierto. Pero también la abolición de toda tiranía y la igualdad entre todos los hombres. Es la temible tentación del bien que ha glosado, pensando en Alemania y en la Rusia soviética, Tzvetan Todorov.

El asunto es sencillo, tanto como la desolada mente del hijo de George Bush. Eso parece, eso queremos creer. Es mejor no pensar en ese mecanismo de resortes y ruedas dentadas llamado democracia, en sus virtualidades y en sus fallas. Gracias a él podemos afirmar que los americanos (y los vascos que llevan un cuarto de siglo confiando en un partido cuyo lema es "Dios y leyes viejas") tienen sencillamente lo que se merecen, lo que nos merecemos. Y mucho peor aún, más inquietante y más pesadillesco sería imaginar un país gobernado por alguien como Franco, pero legitimado por las urnas, lo cual no pertenece, mal que les pese a muchos, a la categoría de lo imposible. Fraga no ha precisado una dictadura para que los gallegos le mantengan indefinidamente como gobernador de su viejo paisito feudal. Seguramente todos (americanos, vascos, andaluces, gallegos) tenemos lo que nos merecemos. Pero hasta cierto punto. Sólo hasta cierto punto. Ni siquiera los norteamericanos se merecen a Bush.

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