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Columna
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Cuatro años más

Para los que su conocimiento de Estados Unidos se limita al Broadway y la Quinta Avenida de Nueva York, el resultado del 2 de noviembre puede haber resultado desconcertante y, en la mayoría de los casos, irritante. No lo sería si se hubieran molestado en asomarse al país real, a la real America, que, como una gran mancha roja, el color republicano, ocupa la mayor parte del territorio continental estadounidense, salvo parte de la costa Este, la totalidad de los Estados del Pacífico y algunos de los Grandes Lagos, todos en manos azules o demócratas. Es ese país profundo, de hondas convicciones religiosas, a la vez rural y urbano, -se supone que Dallas o Houston, Phoenix o Denver no son aldeas rurales-, heredero de la tradición decimonónica del Destino Manifiesto de Estados Unidos, obsesionado desde el 11-S por su seguridad, el que le ha asegurado la reelección de George W. Bush.

No es que los cerca de 60 millones de ciudadanos que han votado a Bush hayan enloquecido de repente. Simplemente, en esta elección, se han sentido más identificados con la política -controvertida si se quiere, pero de una claridad meridiana- del titular de la Casa Blanca que con los vaivenes del aspirante, John Kerry.

Una mayoría de estadounidenses, el 54%, condena la imprevisión de Bush en Irak, pero un porcentaje superior al 70% aprueba la guerra contra el terror emprendida por la Administración y se muestra orgullosa del éxito conseguido en Afganistán. El republicano medio aborrece el exorbitante déficit fiscal acumulado en los últimos cuatro años, pero las bajadas de impuestos sobre la renta y los dividendos impulsadas por Bush le suenan a música celestial. Pero, sobre todo, le preocupan los llamados moral values o valores morales, la defensa de la familia y el matrimonio tradicionales, que cree amenazados por una sociedad, según ellos, cada vez más hedonista, materialista e irreligiosa. Un sentimiento compartido también por los demócratas, como lo prueba la aprobación mayoritaria en los 11 Estados donde se sometía a votación de una enmienda a las respectivas constituciones estatales para prohibir los matrimonios del mismo sexo.

La obtención por Bush de la mayoría del voto popular más abultada en la historia estadounidense significa para los demócratas algo más que una derrota. Significa que el partido sigue anclado en sus bases tradicionales sin ningún avance apreciable fuera de ellas. Por segunda vez consecutiva, los demócratas no han conseguido la victoria en un solo Estado sureño, a pesar de la ayuda de Clinton en su Arkansas natal. Lo mismo ha ocurrido en los Estados del centro, de las Rocosas y del llamado corredor del cactus en el sureste. Si la tradición dice que ningún republicano ha llegado a la Casa Blanca sin ganar en Ohio, también asegura que no es posible acceder a la presidencia sin, por lo menos, ganar un Estado del sur. La estrepitosa derrota de Kerry en Dixie sigue los pasos de la de Gore, un sureño de Tennessee, en el año 2000. Si los demócratas quieren reconquistar la Casa Blanca dentro de cuatro años tendrán que seguir los ejemplos previos de Clinton y Blair, que no tuvieron el menor reparo de dar un giro de 180 grados a sus respectivos partidos apropiándose, sin el menor rubor, de algunas de las políticas defendidas por republicanos y conservadores, respectivamente.

En cuanto a Bush, lo tiene fácil si quiere actuar como una apisonadora. Tiene a su favor el voto popular, el control de las dos Cámaras del Congreso y la posibilidad de nombrar, por lo menos, un nuevo magistrado del Tribunal Supremo (su actual presidente, Willian Renquist, tiene cáncer), que afiance la mayoría conservadora del Alto Organismo. Pero, la tradición presidencial indica que no lo hará. Todos los presidentes reelegidos se preocupan en su segundo y último mandato de asegurarse su herencia histórica. Véase el caso de Ronald Reagan, que pasó de calificar a la antigua URSS de imperio del mal en su primera época a convertirse en compadre de Gorbachov en su segunda. Sin renunciar a ninguno sus principios, Bush intentará flexibilizar sus posiciones dentro y fuera de Estados Unidos. Pero, naturalmente, exigirá reciprocidad. Y no olvidará fácilmente, como no lo hubiera olvidado Kerry, los agravios gratuitos al símbolo de las Barras y Estrellas, que representa por igual a demócratas y republicanos.

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