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Columna
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La cocina

De niña hacía los deberes en la mesa de la cocina. Aprendí las capitales del mundo en un Atlas de Geografía Universal con el zumbido de fondo de la nevera: Lisboa, Buenos Aires, Nairobi... Todavía asocio algunos de estos lugares con el olor a vainilla del armario donde se guardaban los moldes para hacer dulces.

Ahora en la cocina de mi casa hay también una alacena con tarros de especias y allí guardó un pequeño cuaderno en el que he ido apuntando algunas recetas. La mayoría pertenecen a mi abuela Nina, una mujer curtida en la escuela solidaria de la postguerra cuyo lema era: donde comen cuatro, pueden comer ocho. La recuerdo al atardecer en el contraluz de la ventana, batiendo las claras a punto de nieve mientras nos contaba historias de ciudades que perduran en mi memoria como una esencia de anís y ralladura de limón. A veces después de estudiar, como recompensa, nos hacía encargos sencillos: medir dos tazas de azúcar, mezclar el agua con la harina o remover con mucho cuidado las yemas de los huevos. A continuación toda la atmósfera se iba impregnado lentamente de vapores y de un aroma muy dulce que es el mismo olor de las personas a las que hemos querido mucho.

En todas las cocinas del mundo existe un lugar secreto en el que permanecen latentes los sabores perdidos. Es el espacio en el que se condensan los principios elementales de la almendra y el azúcar, el lugar en el que reposa la textura milagrosa y más áspera del membrillo, que se debe cortar en láminas muy finas porque cada capa constituye un sustrato profundísimo de la memoria en el que cualquiera puede encontrarse a sí mismo. Recuerdo perfectamente esa sensación de la niñez cuando al abrir la puerta de la cocina, entraba en un país hecho de aromas que en realidad eran ciudades desconocidas.

Uno de mis postres preferidos entonces eran las filloas, una especie de crepes dulces, pero más tiernas. Nos poníamos la masa sobre el rostro como si se tratase de una careta, e íbamos mordisqueando primero los ojos, luego la nariz, y al final la boca como un barquito sonriente. Nunca llegué a aprender la receta, pero todavía recuerdo el día en que mi abuela, tal vez previendo que no iba a poder seguir haciendo filloas durante mucho tiempo, le pasó el relevo a mi hija.

El lunes pasado, día de difuntos, al abrir la puerta de casa después de un viaje, me asusté al encontrar la cocina tomada por una caterva de chiquillos de instituto que habían convertido el suelo en un auténtico campo de batalla espolvoreado de harina. Pero al instante me invadió un olor perdido. Fue entonces cuando me di cuenta de que un fantasma sonriente andaba revoloteando por allí entre sartenes y espumaderas. Y en medio de aquella atmósfera festiva, mientras probaba las filloas que habían hecho los amigos de mi hija, casi sin darme cuenta, como quien recuerda una plegaria muy antigua, imaginé que una mano misteriosa escribía en el vaho de la ventana el nombre de las capitales del mundo: Lisboa, Buenos Aires, Nairobi...

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