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Barcelona, contra el coche

Tal como escribía la pasada semana un redactor de este diario, "no hay piedad para el coche en Barcelona". No señor, no la hay. La capital catalana, cuyo alcalde celebraba el ya abolido "día sin coches" viajando en su automóvil oficial... para ganar celeridad y confort; Barcelona, que -en relación con el salario medio del usuario- disfruta de taxis mucho más caros que Estocolmo, París, Roma, Berlín, Londres o Bruselas, y ello sin computar el aumento previsto para el próximo 15 de diciembre; Barcelona, que -de todas las grandes ciudades españolas- es la que más grava el vehículo privado (impuesto de circulación, tasa de la grúa municipal...); Barcelona, o más exactamente su mayoría consistorial, ha declarado la guerra al coche. Pues, ¿qué se creían ustedes? Compréndanlo: después de cinco meses enteros "moviendo el mundo", una ciudad no puede conformarse ya con cualquier futesa.

Como saben, las hostilidades edilicias han comenzado con el disparo de dos misiles de alto poder destructor. Por un lado, el Ayuntamiento se apoderará de unas 45.000 plazas hasta ahora libres de aparcamiento en superficie para convertirlas en zonas verdes o zonas azules sujetas a pago y, de este modo, hacer casi imposible el estacionamiento gratuito en la ciudad. Por otra parte, y desde el pasado día 1, se aplica en los aparcamientos subterráneos de titularidad o concesión municipal un incremento de precios del 32%. Naturalmente, el sector de los garajes privados no tardará en seguir el ejemplo.

Ante las quejas políticas y ciudadanas por tal expolio tarifario, el concejal barcelonés de Vía Pública, Jordi Hereu, ha repetido por tierra, mar y aire que no se trataba de una medida recaudatoria, sino "disuasoria". Bien, pero ¿disuasoria de qué? Quiero decir: ¿cuál es el objetivo último, el modelo de movilidad y hasta de ciudad que subyace en esta aparente cruzada contra el coche? ¿Se trata tal vez, en línea con las precedentes medidas antitaurinas y anticircenses -prepárense, porque pronto estará prohibido hasta exhibir periquitos en los puestos de La Rambla-, de hacer de Barcelona la primera metrópoli antiautomovilista del orbe, la capital mundial de la neobeatería progre? ¿O quizá sólo se pretende que quienes entran cada día en la ciudad por razones laborales, comerciales o de ocio lo hagan exclusivamente en transporte público? O, más modestamente aún, ¿se persigue apenas descongestionar el tráfico en el centro urbano?

Si se tratase de lo segundo, de cambiar los hábitos de movilidad interurbana, el propósito sería encomiable, pero se habría puesto el carro delante de los bueyes. ¿Viaja a menudo el señor Hereu -no digo ya el alcalde Clos, porque la mera hipótesis podría ofenderle- a bordo de los trenes de cercanías de Renfe, o de los Ferrocarrils de la Generalitat, en hora punta? ¿Sabe lo que es, tras la jornada de trabajo, regresar a casa en un trayecto de 25, 30 o 40 minutos sin asiento, entre apreturas y empujones? Yo sí, y comprendo a quienes, pudiendo hacerlo, usan el coche particular. Los comprendo y les estoy agradecido porque si también ellos viniesen al tren, la actual saturación del servicio se convertiría en colapso total.

No, ni por capacidad, ni por confort, ni por densidad, la red ferroviaria de cercanías y el metro barcelonés no están, hoy por hoy, en condiciones de absorber a los cientos de miles de automovilistas que, todos los días, acuden a la capital catalana y a los cuales el Ayuntamiento se ha propuesto hostigar (perdón, "disuadir"). A título de síntoma, es significativo el fracaso (véase EL PAÍS del 21 de octubre) del ensayo de park and ride en la plaza de las Glòries puesto en marcha en 1992. Por otra parte, una ciudad cuyos precios inmobiliarios han expulsado ya en dos décadas a un cuarto de millón de habitantes, una ciudad en agudo proceso de terciarización, que vive del comercio, del turismo, de la restauración, del ocio -en una palabra, de las visitas-, ¿puede permitirse poner tantas trabas y castigos pecuniarios a los no barceloneses que acuden a ella a comprar, a cenar, a divertirse?

El último argumento del tripartito municipal para legitimar su rapaz ofensiva es el de la lucha contra la congestión del tráfico. Pero los hechos lo desmienten. Por un lado, el aumento de las tarifas en un 32% a quienes castiga es a los conductores cívicos que, en vez de dar vueltas y vueltas en busca de una plaza gratuita cada vez más ilusoria, se meten de cabeza en el aparcamiento, despejan la calle y pagan sin chistar. Por otro, una causa fundamental de perturbación en el tráfico urbano, la indisciplina viaria, sigue gozando en Barcelona de amplísima tolerancia, cuando no de completa impunidad.

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Basta hacer -a pie, en taxi o en bus- un recorrido cualquiera por el Eixample barcelonés en horas de afluencia para ver hasta qué punto los estacionamientos en doble fila o sobre un paso de peatones, las obstrucciones reiteradas del carril reservado para el transporte público, las operaciones de carga y descarga fuera del horario o los espacios reservados para ellas, alteran el delicado flujo de la circulación rodada, provocan embotellamientos y conciertos de claxon, perturban la frecuencia de paso de los autobuses, etcétera. Sin embargo, la presión sancionadora de la autoridad frente a tales desaprensivos es escasísima. Lo diré de otro modo: si la Guardia Urbana emplease en perseguir esas infracciones los mismos efectivos, celo y diligencia que usan los vigilantes de las zonas azules en su tarea, el tráfico en Barcelona mejoraría de modo sustancial. Claro que, para ello, el alcalde Clos tendría que aumentar en serio la plantilla de funcionarios del cuerpo, y entonces quizá las nóminas devorarían los ingresos por multas que, además, tienen coste de tramitación.

Resulta más fácil exprimir a los numerosos pardillos que aparcan legalmente, y a los vecinos que no pueden comerse el coche. ¿Afán recaudatorio? ¡Eso nunca! Puras pedagogía y disuasión.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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