La política emocional
¡Basta ya de tonterías! No nos dejemos llevar por las emociones: miremos nuestra vida sentimental como si fuera un conjunto de regímenes, proyectos de ley, presupuestos, crisis ministeriales, cuestiones de gabinete y, por qué no, referendos. La política es vida y viceversa, señores, amén de que, según Rousseau: "El verdadero fin de la política es hacer cómoda la existencia y felices a los pueblos [ejem]" -el ejem es mío-. Así que, ¿por qué no contentar a nuestro espíritu democrático, poblado de una masa de sentimientos dispares y a menudo contradictorios, mediante una forma de gobierno coherente con nuestro entorno sentimental, como si el amor y el odio fueran materias de Estado Emocional?
Por supuesto que en un corazón cabe el autoritarismo, el fascismo, el despotismo y la tiranía, lo mismo que el monarquismo, el realismo, el extremismo e incluso el neocatolicismo si me apuran. De ésta forma, el secesionismo de nuestros sentimientos ha de ser contestado desde un punto de vista racional, en pos del bien común de nuestras palpitaciones, pero lo peor es que en cuestiones emocionales pocos hacen autocrítica, algo que también ocurre con la política propiamente dicha. ¿Se imagina usted a sí mismo dando un discurso en el congreso de los diputados sobre su estado de ánimo?
Claro, alguien me dirá que es peligroso mezclar corazón y política, pero, ¿es que han estado separados alguna vez? ¿Alguien se ha preocupado de estudiar a fondo la política emocional? Resultaría muy interesante estudiar hasta qué punto las decisiones políticas se deben a asuntos relacionados con los recuerdos, los sentimientos, la educación, la hostia que te dio tu padre, la experiencia de la vida, al fin y al cabo. ¿No se da nadie cuenta de que el destino del mundo depende en gran parte de los impulsos doctrinarios, de los traumas reaccionarios, de la revolución o contrarrevolución de los parámetros personales, de los mocos, las lágrimas y las babas? En definitiva: no debería usted disimular sus arrebatos pasionales de extrema derecha diciendo que son de centro, ni sus suspiros de justicia social justificándose con que soñar es divertido, ni su liberalismo autócrata argumentando que cualquiera haría lo mismo en su lugar.
No me diga que no entiende usted nada. Mire bien en el fondo de su alma, y consuélese pensando que -en la vida como en la política- a veces uno no se entiende ni a sí mismo. Haga un plebiscito de remordimientos y escrúpulos, en el caso de que los tenga, y si no halla usted solución y se encuentra en estado de guerra -harto de esa parte de usted que clama justicia- fusílese de todo corazón.
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