Arquitecturas y atascos
La ciudad menos terminada de occidente se ha pasado la semana soñándose distinta. Imaginando la ciudad ideal, que se debe de parecer a alguna de las ciudades invisibles que inventó Italo Calvino, es decir, a una realidad poética. Un deseo que no se debe confundir con la realidad. Madrid, hacia 2004, se sigue pareciendo a aquella ciudad de hace años en la que Danny de Vito creyó que buscábamos un tesoro. Algunos siguen buscando; otros lo han debido de encontrar, pero se callan. Siempre hay quien sabe extraer beneficios de la construcción de la torre de Babel. En los encuentros de arquitectos, artistas, pensadores y políticos -presentes o virtuales- se han deseado muchas modernidades, se han expresado muchos sueños y se han construido muchas ficciones. Algunos de los mejores proyectos de los grandes arquitectos no dejan de ser hermosas fantasías. También las mejores construcciones se hacen con los materiales con la que están fabricados nuestros sueños. Después de entretenerme con las realidades y los deseos excelentemente diseñados por Norman Foster -el arquitecto que nos retiró de la televisión, y de la circulación, a la recordada Elena Ochoa-, un seductor capaz de hacernos creer que viajar en el metro es un placer y que el futuro tendrá tranvías y conductores no agresivos. Más allá de este futuro que nos transportaba a un mundo en tecnicolor, atendí el medido realismo de Rafael Moneo, el arquitecto navarro y cosmopolita capaz de apreciar el mejor vino, pero sin ignorar que demasiados ciudadanos son capaces de beber mal y conducir peor. Tras las jornadas de idealismo y realidad, de urbanismos y automoción, uno se encontraba con los atascos habituales, las obras interminables y los conductores armados con sus sonoros cláxones y sus nervios en punta.
Sorteando las obras de la ciudad, paseando por el centro y burlando a pie el ritmo de la ciudad atascada, me dediqué a recorrer la ciudad mestiza, desde los márgenes de la Gran Vía hasta la realidad babélica del barrio de Lavapiés. Esa inmersión a la realidad la hice en compañía de Juan Cueto -el más inteligente de los urbanitas, que se mueve por la modernidad con el ritmo de un rapero y escribe sus reflexiones con la lentitud de los bueyes-, después de sortear en pleno centro unas cuantas putas, mucho más tristes que las que alimentan la última novela de García Márquez, llegamos a un popular restaurante casero. Entre sopas y copas -pocas, la verdad- recordamos las inteligentes contradicciones de uno de los mayores arquitectos de la historia, Le Corbusier, tan profético, tan listo, tan moderno y provocador. Me recordó Cueto que después de su primera visita a Nueva York, cuando le preguntaron a Le Corbusier sobre esa capital de la verticalidad del pasado siglo, dijo: "Los rascacielos de Nueva York me parecen demasiado pequeños". Después de eso, Madrid nos sigue pareciendo demasiado horizontal; Barcelona, no digamos. Claro que una cosa son las ideas grandes y altas, las construcciones de los arquitectos, sus edificios monumentales, y otra su realidad. El grandioso Le Corbusier vivió el final de sus días como un monje feliz. Retirado en una cabañita, en una barraca en el sur de Francia tan pequeña como el habitáculo de un emigrante ecuatoriano en Madrid. Claro que lo del genio fue una voluntad de estilo, una suerte de excentricidad monástica y chic en el Mediterráneo. Nada que ver con los cubículos de nuestras ciudades de la especulación inmobiliaria.
La semana tuvo otras arquitecturas emocionales. Algunas tan emocionadas y emocionantes como la de Serrat en pleno centro ciudadano. El chico de barrio, el otro noi del Poble Sec, el mismo que lleva dos veces veinte años poniéndonos una banda sonora a nuestras vidas laicas que nos permiten seguir pensando que fuera de los templos, de las broncas de algunos púlpitos de obispos de Alcalá y otros lugares de cuyo nombre no quiero acordarme, tenemos nuestros mejores rezos sin necesidad de bañarnos cada día en agua bendita. Una vez más, ahora más que nunca, la ciudad, los ciudadanos que le están acompañando cada noche en sus misas paganas y cantadas supieron estar cerca de sus rezos tan civiles, hermosos, sentimentales e irónicos. Escuchando sus cantos se nos olvida caer en la tentación, incluso en aquella con la que a veces nos tienta el diablo para que creamos en que la Iglesia ya no es la que era. Seguiremos con nuestros rezos laicos para que Serrat vuelva el año que viene para darnos el cante.
También laicamente estuvimos en el estreno de la película sobre María Zambrano de Azcona y García Sánchez. Otra comunión de republicanismo, de pensamiento civil, de reflexión sin púlpitos, ni broncas. Admirable Pilar Bardem, encantada con el papel de aquella republicana que volvió a su país, que hizo su particular desexilio, que regresó a su residencia madrileña cuando tantos de sus compañeros intelectuales, escritores o pensadores habían dado la estampida. Muchos de aquellos republicanos de salones de Occidente se precipitaron a decir "no es esto, no es esto", mientras sus aulas, foros, plazas y cafés fueron ocupados por los constructores de púlpitos tan reaccionarios como los que ahora nos toca oír de obispos como el de Alcalá. La película tendrá poco público, no podrá competir con las audiencias de los programas de las telebasuras, tendrá pocos espectadores -¡ojalá me equivoque!-, pero tendrá razón. Entre tanta selva no nos viene mal recordar la vida y la obra de aquella buscadora de los claros del bosque. María Zambrano, otra centenaria, como los primeros rascacielos, una pequeña mujer que nos hace más altos.
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