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Columna
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Los Santos

Llega el día de Todos los Santos y estoy invitado con careta de espectro a una fiesta de Halloween en un bar irlandés. También será Halloween meriendas infantiles, regalos y calabazas encendidas, una alegría, la muerte de juguete, de película, un susto en el jardín. Te mueres de miedo y risa. Va siendo una costumbre, Halloween, una sección en los grandes almacenes, y, en la tienda de Nerja, junto al aparcamiento subterráneo municipal, las máscaras y pelucas del festín a la americana comparten expositores con los cirios, las flores de plástico, las lamparillas sepulcrales y los crucifijos fabricados en Oriente para la tradicional fiesta católica de los Santos y los Difuntos: dos épocas caben en un solo escaparate.

Son días de visitar a los verdaderos muertos en su ciudad oscura, el cementerio, que aquí ocupa lugares luminosos, de espléndido sol. El culto a los difuntos se convierte en medidas prácticas, en limpieza y adorno de las tumbas. Es trabajo. Cansa. Tiende a caer en el olvido, incluso como fantasía artístico-literaria y posible juego juvenil. Recuerdo haber visto una noche de agosto, hace años, cómo una banda de adolescentes nerviosos perseguía fuegos fatuos por el cementerio inglés de Málaga. Un videojuego, por convulso que sea, parece más cómodo que una aventura así, entre sepulcros. En el mundo real de los muertos hasta la etimología de la palabra sarcófago produce un escalofrío: "Que se come las carnes". Sarcófago es pariente de antropófago.

Halloween es una discoteca, y la experiencia discotequera guarda alguna semejanza con la muerte: es, como la muerte, profundamente solitaria. Nadie habla con nadie en el estrépito electrónico y todos bailan musicalmente ensimismados, solos. Si queda tiempo en estos días vacíos para la lectura, recomiendo el Diccionario de últimas palabras, de Werner Fuld, en Seix Barral, una recopilación de palabras ilustres, pronunciadas en el momento del último tránsito, ese compromiso ineludible. Hasta una ocasión tan delicada puede resultar motivo de ingenio y diversión, a pesar de que las situaciones más naturales son las más difíciles de transformar en palabras. Pancho Villa, revolucionario mexicano con un agudo sentido de la política moderna, herido de muerte se dirigió a un periodista: "¡Escriba usted que he dicho algo!"

Hemos ido aprendiendo nuevas costumbres en el cine de los Estados Unidos de América, admirable nación, y Hollywood ejerce de embajador y predicador audiovisual automático, siempre entretenido, repitiéndonos fantásticamente el viejo eslogan: La mejor manera de vivir es la vida americana, There's no way like the American way. ¡Es el único camino sensato! Pero EE UU, país generador de emblemas culturales y vida feliz, profundamente religioso y técnicamente vanguardista, gigante magnífico, hoy vive, según las noticias, en peligro de fraude electoral, necesitado de vigilancia internacional en sus votaciones. Y, mientras se sueña a sí mismo como un misionero ideal y filantrópico, ha provocado en Irak una guerra de 100.000 muertos, según el periódico médico The Lancet.

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