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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Irak, en la balanza

George Bush habría preferido que Irak no fuese uno de los argumentos cruciales de los estadounidenses para decidir su voto en las elecciones presidenciales del martes. En la mayor aventura militar de la Casa Blanca en mucho tiempo, difícilmente las cosas podrían ir peor de lo que van. La evolución de una guerra que se dio prematuramente por acabada ha venido a confirmar que la invasión no ha servido para hacer el mundo más seguro, sino todo lo contrario.

Los iraquíes que ansiaban sacudirse el yugo de Sadam Husein no imaginaron ver a su país sumergido en el caos, convertido en rosario de actos terroristas, asesinatos impunes y secuestros; donde individuos en uniforme de la Guardia Nacional pueden asesinar de golpe y a sangre fría a medio centenar de reclutas indefensos, sin armamento ni escolta; donde sicarios de Bin Laden bajo la bandera de Al Qaeda, previamente inexistente en Irak, rubrican algunas de las atrocidades más cobardes a las órdenes de Abu Musab al Zarqaui.

Mucho de lo que Bush decía querer evitar ha cobrado carta de naturaleza en el descoyuntado Irak. El horizonte doctrinal que sirvió para apuntalar la invasión, el de transformar la nación árabe y sus alrededores en vivero democrático, es hoy una ironía. Es muy difícil creer en elecciones representativas dentro de unos meses cuando los marines se aprestan de nuevo al asalto masivo de Faluya, tras la devastadora ofensiva de abril, para silenciar uno de los bastiones de la insurrección suní.

El fracaso del gran designio de Washington no sólo ha sembrado de cadáveres el país árabe, que alguna reciente estimación cifra en 100.000 desde marzo de 2003. La superpotencia misma, en vísperas de la decisión suprema de su ciudadanía, está mucho más herida que hace año y medio. Por el momento, Irak se salda para EE UU con 1.100 soldados muertos, miles de millones de dólares que añadir a un déficit ingobernable y la hostilidad abierta o latente de una buena parte del mundo. Y, en un terreno mucho más inmediatamente amenazador, con la certeza de que sus enemigos han dispuesto, están haciéndolo o lo harán de casi 400 toneladas de potentísimos explosivos, saqueados en algún momento posterior a la ocupación estadounidense.

La pérdida de semejante arsenal ha enfriado el triunfalismo de Bush y ha enfrentado al presidente republicano con el supremo sarcasmo de que, mientras él buscaba afanosamente armas inexistentes, otras reales y teóricamente seguras se evaporaban en la más absoluta impunidad. Unos hechos que el aspirante demócrata, John Kerry, explota como oportunidad de asestar un golpe de última hora al inquilino de la Casa Blanca. Quizá lo más hiriente del robo de unos explosivos capaces de iniciar detonaciones nucleares es que su control estaba garantizado por los inspectores de la ONU antes de que la guerra de Irak comenzase. Hay pruebas de que fueron robados después de la entrada de los soldados norteamericanos en el depósito, y la propia Agencia Internacional de la Energía Atómica había alertado a Washington con antelación sobre el riesgo que supondrían en manos de terroristas.

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