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Columna
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¡Adiós, Madrid!

¡Adiós, Madrid! Ésa y no otra era la exclamación favorita de mi abuela. Al parecer, una expresión frecuente en los días más negros de la Guerra Civil, durante el cerco de Madrid. A veces, si el asunto lo merecía, mi abuela recitaba la exclamación entera. ¡Adiós, Madrid! Se iba la gente y venía un sastre. Coincido con ustedes en que resulta aún más desconcertante. Mi abuela me contó una vez en qué consiste la vida. Primero eres una niña, me dijo, y después, en un segundo, estás en una cama a punto de morir y no te explicas, ni apenas recuerdas, qué ha pasado mientras tanto. Sólo sabes que ya se ha acabado.

Hay quien piensa que escribir es dejar constancia de ese tiempo transcurrido, supongo que por eso la gente escribe diarios, para probar su propia existencia, y, sin embargo, para creer en la eficacia de la escritura contra la vida hay que ser el dueño de una ingenuidad que le está prohibida al escritor profesional. Por eso las cartas al director en los periódicos son siempre más entusiastas, más agresivas, más convencidas, que los artículos de opinión o las columnas. Quienes escriben esas cartas aún creen que decir es probar; quienes escribimos éstas, mal que bien, sabemos que decir es decir.

Supongo que ahora se estarán preguntando cómo se escribe una columna; en realidad, sé que no, pero voy a contarlo de todos modos. Primero se espera a que pase algo digno de mención y se prepara una opinión al respecto, y digo se prepara porque por lo general las cosas que pasan no le merecen a uno opinión ninguna. Si no sucede nada importante (digamos que Gallardón se la envaina y nos deja como estábamos), se busca entre lo diminuto, un detalle ínfimo que abra la caja de Pandora de lo poético. Luego te das cuenta de que no eres poeta; para ser un poeta hay que ser muy joven o muy viejo, me dijo una vez Ángel González, así que enseguida desestimas la idea, consciente de que no hay crimen más grande que la mala poesía. El paso siguiente es el microrrelato, que está ahora muy de moda, aunque no se sabe bien por qué. El microrrelato da mucho juego y a poco que te esmeres acabas contando un sueño que en realidad nunca has tenido y lo cierras sin final, dejando las puertas abiertas a la imaginación. Si te pilla la hora fatal de mandar la columna y no tienes otra cosa a mano, vas y lo mandas, pero a poco que te queden un par de horas, lo tiras convencido de que Kafka no hay más que uno y a ti te encontré en la calle. A la desesperada, regresas al periódico y a los telediarios, a ver si eres capaz de reciclar algo en clave de humor, pero de pronto te acuerdas de Mark Tawin y decides con buen criterio que el humor sólo está al alcance de los grandes. Cuando quieres darte cuenta estás a solas con Bolaño, pero es tarde, porque de Bolaño habla ya bien todo el mundo, por una vez con razón. De Bolaño pasas a Vila-Matas y te preguntas por qué demonios no le dieron a Vila-Matas algún premio para tratar de salvar ese reciente jueves negro de nuestras letras y ahí el pudor te puede. Vila-Matas es un escritor demasiado bueno para que lo utilices como arma arrojadiza y, al fin y al cabo, qué culpa tiene él de que te hayas quedado sin columna. Así que vuelves con el rabo entre las piernas al absurdo asunto de las recogepelotas, que si las chicas guapas también tienen que ganarse la vida, que si las ministras salieron en el Vogue, y mientras estás con eso, te alcanza la duda. ¿Y a mí qué más me da? Por lo que a mí respecta, podrían recoger las dichosas pelotas una legión de corderos clonados a partir de células madre. O esos niños tan monos con los que nunca nadie se había metido antes. Y así, mareando la perdiz, vas llegando al final de tu columna sin haber dicho nada y te invade una paz de espíritu inesperada al caer en la cuenta de que poco a poco, y a pesar de todo, llevas ya setecientas palabras y de que aún te queda una jornada de Liga de la que disfrutar plácidamente.

Y ése sería el final de este curso acelerado de columnismo si no fuera porque al maquetador le faltan aún seis líneas; entonces, de pronto te acuerdas de tu abuela, a la que hace un año que no llamas, y te dices: ¡Adiós, Madrid! Y cierras la cosa con mucha elegancia, pero sin llamarte a engaño.

Ya dijo Oscar Wilde que el ingenio no es más que la bisutería del talento.

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