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Columna
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El demonio social en la Constitución / 3

Comienzo con un truismo: la Europa social ha sido, desde los inicios de la construcción europea, el pariente pobre. Las directivas de contenido social han ocupado sistemáticamente la posición de furgón de cola en los Consejos de Ministros y con mucha frecuencia se han quedado esperando el próximo tren. Pero sobre todo, el primado de la opción liberal-conservadora, que fue el precio que Margaret Thatcher le hizo pagar a Jacques Delors para entrar en el juego del Acta Única, se consolidó con los Tratados de Maastricht y Amsterdam. En este último caso, con la casi unanimidad de los votos de los Gobiernos de entonces, que eran socialdemócratas o afines -13 de los 15 Estados miembros-, imponiendo durante más de 25 años el liberal-conservadurismo y la estructura socio-económica que le es propia como realidad política dominante y convirtiéndola en difícilmente reversible. Claro que ha habido en estos países algunos intentos de resistencia, como el Comité de Sabios promovido por la Comisión Europea, presidido por María Lurdes Pintasilgo -Pour une Europe des droits civiques et sociaux, Bruselas, 1996-, o las iniciativas del Consejo Superior francés del Empleo, las Rentas y los Costos, pero sus efectos han sido irrelevantes. En cualquier caso, hoy todos los gobiernos europeos se sitúan mayoritariamente en la derecha y los de la izquierda convencional son en materia económica, liberales, bien conservadores, bien social-liberales. Para confirmar la tendencia, el último Premio Nobel de Economía ha sido concedido a Edward C. Prescott y Finn E. Kydland, dos brillantes representantes del conservadurismo liberal de la Escuela de Chicago, y los poderosos think tanks norteamericanos controlados por los neocons se han dedicado a una encarnizada caza de brujas contra los rebrotes, cada vez más débiles y escasos, del pensamiento socialista y socialdemocrático.

En estas condiciones, contrariamente a lo que quieren vendernos los propagandistas del Tratado Constitucional, ni era posible ni lo ha sido que el demonio social asomase demasiado los cuernos en el proyecto que se nos propone. Y así, más allá de las exultaciones retóricas, no hay una sola pista sobre cómo avanzar en la instalación de un gobierno económico -el sueño de Delors- susceptible de calmar los ardores del Banco Central Europeo en su defensa de la ortodoxia monetaria y del Pacto de Estabilidad, objetivos prácticamente incompatibles con cualquier avance social. Al contrario, el artículo III-80 confirma la absoluta autonomía del BCE respecto de todo órgano de decisión ajeno a su propia estructura. Ese mismo rigor, en forma de unanimidad en la decisión, se establece para la mayor parte de los temas de carácter social (art. III-104), así como para todo lo que concierne a la fiscalidad (determinante para el tema de la igualdad), tanto de las empresas, fraude fiscal incluido (art. III-62 y III-63), como para el establecimiento de acuerdos entre actores sociales (art. III-106). El carácter de piadoso deseo que prevalece en todo este tema es eminentemente visible en la cuestión del empleo, donde el tratado no va un ápice más allá de la Carta Social europea de Turín (18 octubre 1961) ni de la Carta comunitaria de los derechos sociales fundamentales de los trabajadores (1989). Se limita, en el capítulo III, sección 1, art. III-97 a III-103, donde no se atreve a propugnar el pleno empleo, sino sólo un nivel de empleo elevado, a proponer la realización de exámenes e informes anuales, intercambio de informaciones, la presentación de recomendaciones, etc. Esta patética impotencia frente a una situación de tan importante paro estructural y de creciente precarización del empleo es consecuencia de la patente incapacidad de la Unión para relanzar la economía a causa de su debilidad presupuestaria y de las servidumbres que le impone la disciplina monetarista. Las inconcretas referencias a la economía social de mercado no equilibran la mitificación del mercado y su libertad total -más desregulación-, que se traducen en la imparable fusión de empresas y en su inevitable oligopolización. Sobre todo si tenemos en cuenta la muy limitada eficacia controladora de la Comisión en este campo. Desde 1990, de las 2.517 decisiones sobre fusiones de empresas, se han rechazado 18, menos del 1%, a pesar de la fama de terrible del Comisario Mario Monti. En todo caso, en el mercado oligopólico resultante es donde se está operando la liquidación de las necesidades sociales de los ciudadanos a manos de las demandas solventes de los consumidores.

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