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Jugando con el cadáver de Companys

La práctica de la exhumación de cadáveres siempre me produce una urticaria generalizada, quizá porque me relaciono mal con la muerte. Los filósofos más sabios dicen que sólo saben vivir los que aprenden a morir, pero yo no estoy por la labor de aprender, enganchada a la vida como una auténtica yonqui. Quizá por ello la exhumación de viejas miserias, en los colorines del corazón televisivo, me ha parecido lo peor de lo peor de la televisión. Recuerdo, por ejemplo, que cuando asistí al espectáculo carroñero sobre el cadáver nada exquisito de Encarna Sánchez y contemplé cómo revivían sus amantes, sus diarios, sus miserias, llegué a sentirme solidaria con una de las mujeres que peor me han caído de la historia del periodismo. Encarna encarnaba en vida todo lo que desprecio del mundo de la comunicación, bajos intereses incluidos; pero la comercialización de su muerte me pareció aún más baja que ella misma, sin duda más ruin. A partir de aquí, la veda se abrió en los cementerios y un ejército de cámaras y micrófonos se dedicó a remover las tumbas de la fama para exhumar cualquier trozo de carne que aún oliera a polémica barata. He llegado a sentir náuseas ante tamaño espectáculo.

Ya sé que el paseíllo del cadáver de Lluís Companys por los despachos de la política no es comparable al carroñerismo televisivo. No se me ocurriría tan obscena comparación. Pero tiene algo de práctica exhumatoria, de exposición pública del cadáver, de juego con la muerte. Y no me refiero, por supuesto, a la lógica petición de exigir la restitución de su memoria anulando el ignominioso proceso que le llevó a la muerte. Esa petición la avalé yo misma en mis años de diputada quisquilla. Me refiero a todo lo demás que ha ocurrido en estos días de apropiación indebida de su figura, su simbolismo y su propia muerte. La pelea entre partidos para ver quién se lo quedaba, quién tenía más derecho a pasearlo en el ruedo, quién era más heredero de su martirio, me ha parecido un espectáculo frívolo, injusto con su memoria, y bastante falto de moral. No creo que Lluís Companys pertenezca a nadie, ERC incluida, sino a todos, justamente porque su muerte no se debió a su militancia ideológica, sino a su representación institucional. Como se han hartado de decir desde Esquerra estos días, Companys murió por ser el presidente legítimo de Cataluña. Ergo, ¿por qué Esquerra quiere apropiarse de esa muerte? ¿Y por qué lo ha intentado el partido socialista? Peor aún: ¿por qué lo intentó durante años la mismita Convergència, convertido Pujol en una especie de heredero universal de toda la historia de Cataluña, desde el Cambó de Burgos hasta el Companys del martirio, pasando por todo el legado de Macià? A veces la historia no sólo se la queda quien consigue la victoria, sino también quien intenta apropiarse de la épica de la derrota. Sea como fuere, harían bien nuestros queridos políticos vivientes de dejar en paz a nuestros muertos simbólicos, por respeto, pero también por responsabilidad.

Si la apropiación, valga el juego gramatical, me ha parecido inapropiada, aún me ha resultado más chocante el ritual de perdón que han organizado con gran revuelo y pompa. Como tantos, yo pertenezco a una familia que tiene en su haber represión, exilio, cárcel y muerte. Sin embargo, nunca se me ocurriría exigir que un presidente democrático me pidiera perdón por los crímenes del fascismo. Como mucho, exijo justicia, que no es lo mismo. En este sentido, considero que el ritual del perdón que ha montado el tripartito y que arrastró a la pobre Teresa Fernández de la Vega a coger corriendo el puente aéreo sólo ha creado una densa, algo macabra y nada útil confusión histórica. Veamos. Primero, España no tiene que pedir perdón a Cataluña por la muerte de Companys, porque no lo asesinó España, sino el fascismo. Y quiero recordar que al ladito mismo de Companys murieron miles de personas que no tenían nada de catalanes, pero lo tenían todo de luchadores por la libertad. Y díganme, ilustres políticos, a esos ¿quién les pide perdón? Pero aún es más falaz el planteamiento porque esconde la culpa catalana en todo el proceso. ¿O no existió la Cataluña fascista? ¿No existieron los colaboracionistas, los franquistas de pelo en pecho y Burgos en el corazón? ¿No existieron las familias catalanísimas que se nutrieron y enriquecieron con la represión? ¿Cataluña tendrá que pedir perdón a la España democrática que también murió en los paredones del odio? Aún más, ¿cómo es posible que Zapatero, descendiente de un represaliado por el franquismo, tenga que asumir la culpa de los que persiguieron lo que él mismo significa? Es un sinsentido tan notorio y una manipulación tan poco ética de la historia que creo un deber moral decir lo que estoy diciendo.

Con un añadido no menos mordaz. Esto del perdón me parece una panoplia estúpida que sólo responde a los cánones clásicos del sentido de culpa cristiano. La moral civil no exige perdón, sino justicia. Pero si entramos en esta liturgia de perdón público, ¿por qué no abrimos la veda? ¿Pedirá perdón el PSUC por la brutal represión contra los militantes del POUM? ¿Pedirá perdón la FAI por sus desmanes contra la República? Los partidos comunistas europeos, ¿pedirán perdón por haber defendido, justificado y aupado los crímenes del estalinismo? Y puestos a exhumar la memoria trágica, ¿pedirán perdón algunas familias de bien catalanas por haber nutrido su patrimonio gracias a su colaboración estrecha con el fascismo? ¿Pedirán perdón los tantos Porcioles que tuvimos en nuestras catalanas huestes?...

Hay días en que no sé qué pensar. O tenemos dirigentes muy niños que juegan a ser mayores o los tenemos muy falaces.

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