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Reportaje:

En el espejo

Retratos ha habido desde los orígenes del arte. Seres humanos de todas las culturas han dejado un testimonio de su presencia en la tierra. Sin embargo, el retrato tal como se entiende hoy día, el recuerdo visible de un ser mortal que asume su condición -y no aspira, como los monarcas y los sacerdotes, a perdurar en el más allá (los retratos más antiguos siempre fueron depositados en tumbas)-, es una invención relativamente moderna, del Renacimiento, y acontece principalmente en Occidente.

Los primeros retratos, que datan del paleolítico, son realistas. Muestran el rostro, reconocible, de un hombre o de una mujer. Pero un detalle les impide ser confundidos con el modelo: la ausencia de la boca o la ocultación de los ojos. Estas características revelan el estatuto del retrato que se mantiene aún hoy día. Mediante estos recursos, los artistas evitaron que la imagen cobrara vida. Pues un retrato naturalista produce inquietud. Pese a su quietud, se diría que sigue atentamente con la mirada, que no baja, al observador. Proliferan las historias de retratos, pintados o esculpidos, que, de pronto, se animaron, llegando a sustituir o a eliminar al modelo. De algún modo, el arte del retrato remeda la creación divina.

En el retrato occidental confluyen dos tradiciones distintas, aunque reflejan una misma concepción acerca de la relación entre la imagen y el modelo, y la función de aquélla: la tradición griega que define el retrato como una silueta, y la cristiana u oriental para la cual son los ojos bien abiertos los que dan valor a una efigie. Ambos tipos de retrato, sin embargo, resultan de un mismo tipo de acción. Para los griegos, el primer retrato fue obra de un dibujante que, a petición de una muchacha de Corinto, dibujó sobre la pared la silueta de la sombra de la cabeza de su amado que al día siguiente partía a la guerra, sin duda para no regresar jamás. En este caso, el retrato era una sombra; la sombra del modelo. Seguía, como una sombra, apegado a él. Dependía de él. Reproducía a la perfección su forma, pero era una mancha plana y oscurecida, carente de vida, que no podía librarse de la sombra que le hacía el modelo. El retrato era una sombra de lo que el modelo era o había sido. Un recuerdo fiel sí que era, y un testimonio veraz de la existencia de un ser humano. La hija del rey de Corinto quizá lograra consolarse de la pérdida de su prometido pero, ciertamente, el retrato sombreado nunca pudo reemplazarlo.

Esta concepción está en la base del retrato cristiano. Sin embargo, éste introdujo una modificación decisiva. La primera efigie cristiana, al igual que la griega, nace de un acto de amor. Verónica, apiadada por el sufrimiento de Cristo ascendiendo al monte del Calvario, se le acercó y le enjuagó el rostro. Mágicamente, éste quedó impreso en el paño. Formó lo que se ha llamado el vera icon, esto es, el icono o imagen verdadero. Verdadero pues había sido creado sin intervención humana. Los rasgos se plasmaron directamente. La efigie resultante era una huella, como lo era la sombra del príncipe corintio. Mas se trataba de una imagen de frente en la que destacaban sobremanera los óculos de los ojos bien abiertos, y que sirvieron de modelo a todas las representaciones medievales de los Pantocrators. El velo era (como) un espejo que devolvía la imagen no empañada de Cristo. Sin embargo, en este caso, lo que se valoraba no era tanto el parecido, o la coincidencia entre la silueta dibujada y el perfil del modelo, sino la presencia de los ojos que parecían vivos. Éstos eran ojos espejados en los que se podían mirar los espectadores o los fieles, como se miran a los ojos los enamorados, viéndose reflejados en la pupila del otro, como si ésta los acogiera, los protegiera y confirmara su existencia.

Desde entonces, el retrato occidental ha sido considerado como un espejo, que refleja al mismo tiempo la forma o el perfil, el aspecto exterior de la persona, y su alma que despunta a través de los ojos. El retrato se ha convertido en una superficie pulida gracias a la cual los seres humanos se observan y se estudian. Somos conscientes de lo que somos, de quienes somos, somos gracias a los retratos que, al mirarnos, nos enfrentan a nosotros mismos cuando nos vemos reflejados en los ojos de la imagen. Sin retratos no sabríamos que existimos, no existiríamos. El retrato no es la imagen del hombre: es su modelo, su origen, su "imagen ideal".

Pedro Azara es autor de El ojo y la sombra. Una historia del retrato en Occidente. Gustavo Gili. Barcelona, 2002.

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