Los debates
La desfachatez que utilizan los diputados del Partido Popular en los debates políticos se ha convertido en una costumbre aburrida. Los oigo gritar, insultar, malversar el vocabulario, disparatar los argumentos, rehuir demagógicamente su responsabilidad, mentir con absoluta frialdad, y casi no me inmuto. Es algo así como la monotonía de la lluvia que golpea las ventanas en una tarde de otoño, o como el ruido de una fuente, o como los lamentos del ascensor que sube y baja al lado de una habitación de hotel, o como la comida que se repite en el sopor de las malas digestiones. Uno se acostumbra a todo, a los propios defectos, a las enfermedades crónicas o a los vicios mortales. Por eso no me ha escandalizado oír a Zaplana en el debate sobre el accidente del Yakolev, ni siquiera cuando ha asumido que los socialistas cometieron crímenes monstruosos de Estado y que su partido decidió cerrar los ojos, confundiendo la responsabilidad con la complicidad criminal. Parece que los socialistas, sospechosos durante dos legislaturas de falta de patriotismo y de inactividad ante ETA, son ahora acusados de cometer monstruosidades contra los vascos. Y parece que al ex ministro Zaplana no le importa ni asumir su complicidad de silencio, ni dejar claro que el Gobierno del PP intervino en el olvido, supongo que evitando que una justicia independiente pudiese llevar a cabo su trabajo. Uno ha oído tantos disparates que ya no se escandaliza de nada.
Aburrido ante la monotonía de la desfachatez, los debates sólo se soportan buscando síntomas sociales en las actitudes y las palabras de los señores diputados. La curiosidad es una forma socorrida de consuelo y entretenimiento. Por eso me ha interesado el desprecio del PP ante los familiares de las víctimas del Yakolev, a los que un diputado acabó llamando gentuza. Y es verdad: para la clase social que nutre las filas políticas del PP, el ejército de hoy está formado por gentuza. En este debate hemos asistido a la confirmación pública de que el ejército español es profesional, o sea, que está formado por gentes humildes, de clase menesterosa, que entran en el ejército o en la Guardia Civil porque no tienen muchas posibilidades de ganarse la vida en otra profesión. Cuando yo hice la mili en el campamento de Viator, las soflamas teóricas de nuestros sargentos, muy pegadas todavía a la mitología franquista, hablaban de un ejército nacional, sedimento del espíritu español, donde ricos y pobres se unían en el sacrificio común exigido por la patria. Pero el ejército ya es otra cosa. Nos parecemos a la democracia moderna de los EEUU, que recluta a sus soldados entre los negros, los hispanos y los blancos de suburbio. Hay pocas posibilidades de que los hijos de los diputados, de los banqueros, de las clases acomodadas se vean en el trance de dar su vida por la patria. Los padres, las viudas, los hermanos de las víctimas suelen pertenecer a ese tipo de ciudadanos que pueden confundirse con la gentuza. Mientras el PSOE e IU se apiaden de esta gente, los soldados y sus familiares podrán oír palabras de respeto en el Parlamento. Pero no nos engañemos. Más que la alabanza a la vieja institución militar, se trata del respeto que la izquierda siente por la gentuza. Pobres soldados pobres.
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