¿Qué democracia es ésa?
Ocurría durante el debate de política general en el Parlamento de Vitoria. Patxi López apelaba a la necesidad de consenso para construir las reglas básicas del espacio político vasco, Ibarretxe y Egibar se asombraban indignados ante las implicaciones de esta actitud. Si fuera como propone, le decían, la minoría mandará más que la mayoría, puesto que siempre podrá negar su acuerdo al plan presentado por ésta. En definitiva, se instauraría una especie de derecho de veto o bloqueo de la minoría, que podría frustrar cualquier iniciativa mayoritaria al resguardo de su negativa al consenso. ¿Qué extraña democracia es ésa que usted nos propone, clamaban exasperados?
La verdad es que desde el simplismo predominante entre nosotros en la comprensión de lo que es la democracia (somos unos parvenus en la materia), se entiende bien el asombro ofendido de los nacionalistas. Parece un contrasentido que la minoría pueda negar el derecho de la mayoría a imponer su criterio. Y, sin embargo, no es así. Hace ya años que Arend Lijphart teorizó sobre los dos modelos de democracia que la investigación empírica en la historia de Europa ha puesto de manifiesto: uno es la "democracia según la regla de la mayoría" (el modelo Westminster), el otro la "democracia consociacional". En el primero, el partido que obtiene la mayoría debe gobernar y la minoría hacer oposición. Es típico de los sistemas bipartidistas, con representación electoral mayoritaria y, sobre todo, que actúan en sociedades muy homogéneas y cohesionadas en las que existe un amplio acuerdo básico y nadie pretende una mutación radical del sistema. El segundo se corresponde con sociedades segmentadas y profundamente divididas en torno a una o varias líneas de fractura (cleavages). En este caso, como se comprueba históricamente en Holanda, Bélgica o Suiza después de la Primera Guerra, la regla de la mayoría hubiera frustrado la posibilidad misma de subsistencia del régimen democrático, porque algunas de las diversas subculturas existentes hubieran sido marginadas, con su consiguiente frustración antisistema. La solución fue el gobierno de coalición de todos los sectores significativos, la práctica sistemática del acuerdo cruzado y el consenso como método decisional, así como el reconocimiento del veto mutuo (sí, el veto) en las materias sensibles para los segmentos enfrentados. Y es que, escribía Lijphart, las sociedades segmentadas y muy divididas sólo pueden optar entre ser democracias consociativas o no ser democracias en absoluto.
Ibarretxe y el Parlamento llevan años intentando aparentar que Euskadi es un marco de decisión sin límites externos
Evidentemente se trata de dos tipos ideales de democracias, que no se manifiestan con esa pureza extremosa en la práctica. Pero sus polos se sitúan en el sistema de toma de decisiones, bien por sistemas de suma cero (mayoría) bien por los de suma positiva (negociación). Y cuanto mayor es la presencia de minorías intensas es menos aconsejable y menos factible democráticamente una acción de gobierno de suma cero (Giovanni Sartori).
La historia reciente parece refutar la adecuación al concreto caso vasco de este modelo de democracia consociativa. En los pasados veinticinco años no se ha producido sino muy ocasionalmente una práctica consociacional en Euskadi, y sin embargo el sistema político ha funcionado aceptablemente, sin provocar una opresión insoportable a minoría alguna. Es cierto. Pero quizás no nos damos cuenta de que ese funcionamiento razonable del modelo mayoritario se ha producido, precisamente, porque el vasco es sólo un subsistema de un sistema político más amplio, el español. Porque no es un sistema plenamente autónomo. Y el sistema español externo ha actuado en todo momento como factor corrector del mayoritarismo: las constricciones constitucionales y las limitaciones competenciales han funcionado como una compensación al dominio de la mayoría nacionalista. Pero, ¿qué pasaría en una Euskadi independiente que se constituyera a sí misma en un sistema político cerrado? Pues lo que predice el modelo: el normal juego democrático devendría imposible porque la minoría no aceptaría la decisión mayoritaria en temas sensibles que afectasen a su identidad o intereses, o quedaría marginada y frustrada y en un estado latente de rebelión.
Y no es que lo diga yo, arrogándome unas dotes de profeta de que carezco. Es que basta mirar en derredor para constatarlo: lo que está sucediendo desde hace tres años entre nosotros es precisamente la demostración de que, cuando se pretende actuar como si (als ob) Euskadi fuera un marco político soberano, el método de toma de decisiones por mayoría deja de funcionar razonablemente. No bien la sociedad vasca se postula como soberana y rompe las constricciones externas, se vuelve imposible en ella la democracia de mayoría. Ibarretxe y el Parlamento llevan años intentando aparentar que Euskadi es un marco de decisión sin constricciones externas, capaz de dotarse libremente de sus propias normas de convivencia. Es una especie de ensayo general con todo de un libreto soberano. ¿Y qué sucede en el ensayo? Que la regla mayoritaria se demuestra lamentablemente insuficiente para ese fin, que la minoría se aparta y excluye del debate, que la sociedad se segmenta irreductiblemente. ¿Es precisa mejor prueba de que en el País Vasco, o somos consociacionales o no somos?
Por cierto, se me olvidaba mencionar un requisito indispensable para que una democracia consociacional pueda existir. Como expresa Robert Dahl, es necesaria una peculiar tradición cultural de las elites políticas, que las haga proclives a la conciliación, la adaptación mutua y las soluciones transaccionales. Que su cultura política no sea conflictual, sino tendente al acuerdo. Si esa tradición no existe, tenemos el modelo de Irlanda del Norte. Si deja de existir en un momento dado, el modelo es la implosión del Líbano en los años setenta. A nuestras elites les toca elegir.
José María Ruiz Soroa es abogado.
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