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Columna
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Reconciliación

Un clima de revival de viejas crispaciones asoma la oreja en estos primeros meses de gobierno socialista. Como ya ocurriera en los primeros años ochenta, el legítimo deseo de la grey de represaliados del franquismo y de guardianes de las memorias democrática y revolucionaria respectivamente vuelven a poner sobre la mesa las reivindicaciones aparcadas entonces ante un pacto no escrito entre el reformismo franquista, los herederos de los perdedores de la guerra civil y las siglas del mundo democrático que recogieron en el reparto electoral el testigo de las izquierdas y de los nacionalismos. Si primero fue la prudencia con que había de administrarse una transición pactada, y después la precaución de no irritar a un ejército que a punto estuvo de darle otro susto a otra incipiente democracia española, ahora no parecen haber obstáculos de peso que impidan cerrar dignamente los flecos todavía opacos en lo tocante a la rehabilitación fehaciente de las víctimas y represaliados de la Dictadura. Pero de esta loable tarea a la reedición de crispaciones que no conducen a ninguna parte, media un abismo.

La rehabilitación de las víctimas del franquismo se produjo poco a poco, a veces de la mano de decisiones discretas, y con el deliberado propósito de privarlas de una trascendencia simbólica excesiva, y que, por ejemplo, se indemnizó a los militares expulsados del Ejército por los vencedores sin readmitirles en él, se devolvió el patrimonio sindical a los viejos o nuevos sindicatos, y se produjeron hechos y gestos de inequívoco sentido revocatorio de antiguos desmanes; desaparecieron de las calles nombres privativos del santoral del régimen, se reconvirtieron monumentos unívocos en iconos metafóricos, viejos líderes locales fueron rehabilitados rotulando calles con sus nombres o añadiéndolo a centros culturales o recreativos, a hospitales, institutos de enseñanza, campos de deportes, salas multiusos, departamentos universitarios, etc., etc.. Desaparecieron estatuas de plazas, y en su lugar crecieron jardines, o fuentes, o fuentes en jardines con palomas rumorosas.

Es decir, que aun sin declarar por decreto que tocaba una rehabilitación en regla, nos las arreglamos para ir convirtiendo en digno lo que estuvo soterrado, prohibido, perseguido, desdeñado y tergiversado. En algunos lugares, incluso, quedarían vestigios indefendibles, porque están fuera de la vista y no resultan molestos. En todas partes, y no siempre sólo desde las filas de los antiguos agraviados, se ha abierto paso la tarea de rehabilitar la memoria de quienes eran sólo notas discordantes dentro de una sinfonía trágica; y, por ello, parecía que la normalidad preside la etapa final de liquidación de la guerra civil.

Pero hoy, como hace dos décadas, quienes confunden la reconciliación con otros conceptos pretenden que el gobierno socialista acabe el trabajo que no acabó en su etapa anterior como si nadie excepto ellos hubiesen apostado por restablecer a las cosas su nombre, a las personas su honor, y a los hechos su medida.

Olvidar que el trabajo de rehabilitación de lo que todavía espera obliga al consenso, y negarle a la derecha su concurso en la extensa nómina de rehabilitaciones ya llevadas a cabo, es olvidar los términos en que se realizó la transición, y no desear que lo pendiente sea tarea de todos.

Y esto lo escribe quien fue un joven (modesto) represaliado del último tramo de la Dictadura, al que todavía hoy nadie ha incluido en su lista de agraviados a rehabilitar.

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