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Miedo a la ciudad

Daniel Innerarity

Parece ser que durante el mandato de Bush han disminuido notablemente las aportaciones económicas del presupuesto norteamericano a las grandes ciudades. En este sentido, se ha venido quejando el también republicano Michael Bloomberg, alcalde de Nueva York, una ciudad discriminada financieramente por el Gobierno federal. Un dato, entre cómico y trágico, de esta discriminación lo constituye el presupuesto antiterrorista. Gracias a la fuerte presión de las regiones, el dinero fluye hacia lugares que es difícil imaginar como objetivos terroristas. Del Homeland Security Grant Program, 38,31 dólares por cabeza van a Wyoming; 5,47 dólares, a Nueva York. Entre la lista de comunidades amenazadas se encuentran, por ejemplo, Louisville, en Kentucky, ciudad del que preside el comité encargado de conceder esos fondos.

Por supuesto que Bush no se permitirá decir nada contra Nueva York, ciudad que se ha convertido desde el 11-S en una referencia inevitable para el imaginario patriótico. No se le podrá oír nada parecido al deseo del presidente republicano Nixon de que Dios condenara a Nueva York, según puede escucharse en las cintas de la investigación del caso Watergate, cuyo contenido fue dado a conocer en otoño del año pasado. Al contrario, toda su campaña electoral se basa en la solidaridad con "esta maravillosa ciudad", como la denominó en la reciente convención republicana en el Madison Square Garden. Pero la política de George Bush habla un lenguaje distinto que su retórica. Desde el comienzo de su mandato ha tratado de estrangular financieramente a Nueva York. Aunque son las grandes ciudades las que tienen que luchar con los problemas más difíciles, en la América de Bush el dinero circula desde la ciudad al campo. ¿Se trata de una casualidad o indica algo más profundo acerca del alma americana, de su división interior y de lo que está en juego en las próximas elecciones presidenciales?

A los que conocen la historia americana no les sorprende esa aversión de los republicanos hacia la ciudad. Son éstos los que mejor han heredado el profundo escepticismo respecto a las posibilidades de la vida urbana que está fuertemente enraizado en la cultura americana, principalmente en los medios más conservadores. Todo el proyecto de América -la utopía de una comunidad humana renovada a partir de una ruptura con el pasado europeo- lleva desde sus comienzos rasgos antiurbanos. Las raíces de ese miedo a la cultura urbana son muy diversas. Se pueden rastrear en la historia de las comunidades puritanas de Nueva Inglaterra o en el romanticismo rousseauniano que alimentaba el conservadurismo democrático de los pioneros. En cualquier caso, se trata de algo que vuelve una y otra vez, que reaparece en la escena de la discusión pública o en las prácticas de gobierno como un carácter identitario.

Thomas Jefferson, uno de los primeros presidentes de los Estados Unidos, llevó a cabo una política fiscal que privilegiaba a los agricultores frente a los comerciantes con el objetivo de asegurar la autosuficiencia del país. Defendió la compra de territorios más allá del Misisipí precisamente con el objetivo de asegurar la pervivencia de la sociedad agraria. Su política respecto de los indios estaba pensada para convertir a los aborígenes en granjeros y hacer así de ellos unos buenos americanos. Estaba convencido de que sólo la producción agraria y la vida en pequeñas comunidades rurales asegurarían la democracia en América. Cuando estuvo en París no dejó de apreciar los encantos de la capital francesa, pero esa estancia también le llevó a la convicción de que "la vida en la ciudad es una pestilencia para la moral, la salud y la libertad del hombre".

El escepticismo americano frente a las grandes ciudades se ha mantenido obstinadamente a lo largo del tiempo. La ciudad de Boston fue concebida por John Wintrop y Cotton Mather como una antítesis de Londres. El movimiento religioso que tuvo lugar en 1730, conocido como el Great Awakening, se reveló precisamente contra la decadencia de las ciudades que, como el caso de Boston, al aumentar el número de sus habitantes, ya no podían ser controladas por el clero. Este ideal de sociedad como comunidad abarcable y bajo control está en el origen de la colonización del Oeste, que representaba la posibilidad de romper con el pasado y volver a empezar, de escapar de la corrupción. Por eso, cuando en 1893 el historiador Frederick Jackson declaró que se había terminado la colonización del territorio lo que dibujó fue más bien una imagen pesimista de la decadencia de América. El amplio espacio que era garantía de libertad y democracia se había convertido en un bien escaso. A partir de entonces se esfumaban las posibilidades de colonizar y comenzaba la era de la densificación, es decir, del crecimiento y la mezcla.

En estas elecciones presidenciales también tiene que decidirse el combate de los imaginarios urbanos, pues la idea de ciudad sintetiza muy bien el concepto de sociedad que está en juego. En el miedo conservador hacia la ciudad se hace visible el rechazo del "otro", ya sean los bebedores irlandeses que echaron a perder la moral puritana de Boston a principios del XVIII o los negros, puertorriqueños, católicos y judíos que según Nixon apestaban en la ciudad de Nueva York y para la que se preguntaba -ironías de la historia- si no le habría llegado la hora de la destrucción. La antipatía hacia la ciudad surge siempre del sentimiento de que ella representa algo extraño, mixto, amenazante, incontrolable. A todo lo cual se añade ahora el hecho de que, en la era de la globalización, los grandes centros comerciales del mundo como Nueva York, Londres, Tokio o Frankfurt son realidades extraterritoriales, que actúan más entre sí que con el resto del país, y sobre las que los Gobiernos nacionales ejercen un poder escaso.

Las posibilidades liberadoras de la vida urbana tienen que ver con esa cultura de liberalidad, complejidad, hibridación, diversidad, emancipación, comunicación, hospitalidad. La ciudad ha constituido siempre un lugar de sorpresas y polifonía frente al espacio homogéneo y controlable que algunos imaginan encontrar todavía en una idealizada vida rural. Por eso cabe esperar que el actual provincianismo americano se agote como pasaron los movimientos puritanos o el macartismo, incapaces de resistir la pujanza civilizatoria de la urbanidad.

Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza, acaba de ganar el Premio Espasa de Ensayo por su obra La sociedad invisible.

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