Nostálgicos del futuro
"¿Está en crisis la literatura mexicana de vanguardia?". En 1932 cuando El Universal Ilustrado lanzaba en México esta pregunta, los jóvenes vanguardistas reunidos bajo el nombre de Contemporáneos se sintieron especialmente señalados y concernidos por ella. Sobre todo, porque la encuesta se podría considerar contestada varios años antes, cuando ante la pujanza del grupo el crítico Jiménez Rueda alertaba en el país de una peligrosa feminización de la cultura, que la estaba debilitando para reducirla a complicados primores de tocador.
La alarma no era sino el resultado de una dicotomía simplificadora que alineó la narración realista, la novela de la Revolución y la pintura de Rivera y Orozco con la expresión de lo mexicano, patriótico, comprometido y viril, frente a lo evasivo, apolítico, blando, difuso o femenino de las expresiones vanguardistas y degeneradas, que sólo admitían compromiso consigo mismas.
CONTEMPORÁNEOS. PROSA
Domingo Ródenas de Moya (editor)
Fundación Santander Central Hispano. Madrid, 2004
588 páginas. 20 euros
Ni que decir tiene que los Contemporáneos, con los sobrados méritos de su diletantismo, su erudición, su elegancia y su homosexualidad, se vieron instalados sin posibilidad de apelación en la segunda de las facciones: aquella que se juzgaba traidora al nacionalismo de balacera y revolución, de espíritu bronco y regional, de ideología populista y autocomplaciente.
Ellos, que aborrecieron la propaganda muralista y la uniformidad de la representación oficial, sufrieron la acusación de extranjerizantes, de herméticos, de viciosos o disolutos, acusación a la que respondieron con una distancia cada vez más aguda, un despecho brillante y un ingenio de salón francés, para acantonarse en una escritura íntima y tan personal como un viaje de descubrimiento alrededor de la propia alcoba. Despreciados por la derecha conservadora en los veinte con argumentos morales y por la izquierda posrevolucionaria en los treinta con pretextos políticos, los Contemporáneos hicieron de su malditismo bandera y provocaron la pacatería medioambiental con más dosis de escándalo, elitismo y soberbia.
Por todo ello, insistieron en la exploración de las calles ocultas de la heterodoxia, tanto en la forma disolvente de su poesía como en su sexualidad, en su credo sin credo, su agnosticismo ideológico y sus lecturas europeas. Pero hipercríticos y resentidos, esa guerra suya contra todo los volvió gélidos y los condenó al padecimiento de Monsieur Teste, al mal del testismo, un problema de exceso de inteligencia que, dibujado por su amado Valéry, ellos ejemplificaron hasta llegar a la rigidez. Fueron, en definitiva, la manifestación perfecta del malestar de la cultura, de la imposibilidad de encontrar intersecciones armónicas entre la subjetividad inmensa que los constituía y la vida social, en cuyo repudio avivaron una identidad crecida a fuerza de muchas disidencias.
Lo cierto es que pese al pomposo título que vinieron a darse, nombre de su revista principal, los Contemporáneos se escamotearon bastante bien del tiempo que les tocó vivir. Es más: su idea de vanguardismo incluía la participación en él de altas cuotas de tradición. Ser moderno no tenía nada que ver con ser actual, la condición de contemporáneo no implicaba una categoría cronológica ni fenoménica y el arte no era epocal o inmediato, ni tenía que someterse a las exigencias de la hora.
Estar a la última consistía a veces en leer a los griegos. Más próximos al hombre póstumo nietzscheano, cultivaron entonces una especie de nostalgia del futuro y se miraron en lo anterior como clave segura del presente.
Reyes del individualismo, la
peculiaridad y el matiz, eludieron pactos y componendas y por no encontrar acogida, no se solidarizaron ni con ellos mismos, manteniendo sus permanentes suspicacias y gestionando lo que alguno calificaría de archipiélago de soledades. El grupo sin grupo, también conocido por grupo de forajidos, produjo sin embargo la mejor literatura de esos años en el México obsesionado por hacerse con una historia sólida y una realidad sin fisuras.
De hecho, la belleza y altura de lo que escribieron -Nostalgia de la muerte, de Xavier Villaurrutia; Muerte sin fin, de José Gorostiza; Canto a un dios mineral, de Jorge Cuesta; Nuevo amor, de Salvador Novo; Tiempo de arena, de Jaime Torres Bodet; o Perseo vencido de Gilberto Owen- los convierte en prodigiosos imprescindibles de la literatura en español y, a la vez, inexplicables desconocidos para nuestro país: algo todavía más enigmático por cuanto corresponden en América a nuestra generación del 27, con la que sostuvieron contactos más o menos cordiales.
La presencia en Madrid de Torres Bodet avivó las relaciones y permitió entablar polémicas fecundas e incluso violentas, tan sonadas como la que los separó de Ortega, de su concepto de arte deshumanizado, y que obligó a los Contemporáneos en la definición del hecho poético de vanguardia.
Y pese a todo ello, desatendidos, faltos aquí de publicaciones suyas individuales, parecen condenados a que lo que nos llegue suyo nos alcance en antologías. Esta última, coherentemente recopilada por Domingo Ródenas y con un documentado prólogo, subsana carencias, aunque se ocupe de lo que siempre fue considerado como su producción menor. Porque, si bien es verdad que su prosa adolece de cierta impericia, ofrece algunas joyas que esta antología tiene la virtud de rescatar. Artículos lapidarios de Cuesta, capítulos de la novela El joven de Salvador Novo, fragmentos de diarios de Villaurrutia o la rareza llamada La rueca de aire de Martínez Sotomayor revelan, igual que la mejor poesía, el brillo contemporáneo, con toda su sagacidad, su lucidez implacable, su maestría y su intensísima soledad.
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