Las paredes hablan en el Ateneo
El hallazgo de signos confirma el origen de esta institución en la teosofía, religión científica de Juan Valera y Valle-Inclán
Las paredes de algunos recintos singulares, a veces, hablan. La historia vivida con intensidad parece haber dejado sobre ellas su pátina, en ocasiones indeleble. Sin ir más lejos, en la calle del Prado, 21, sede del Ateneo Científico, Artístico y Literario, se acaba de culminar la interpretación de un misterioso hallazgo acaecido hace apenas un año. Con motivo de las obras de restauración del salón de actos de esta institución bicentenaria —desde 1884 vivero de la mejor intelectualidad capitalina— fueron encontrados, bajo unas láminas de terciopelo rojo que forraban el palco de su añeja tribuna de público, hasta nueve extraños paneles. Se trataba de superficies de apro-ximadamente medio metro de anchura por el doble de longitud, pobladas de figuras geométricas de colores y dibujos diversos. Todas se hallaban dispuestas en proporciones y configuraciones aparentemente caprichosas. Nadie en el Ateneo se atrevía a interpretar los signos.
Todo un programa iconográfico hermético se escondía bajo el peto de la tribuna del teatro recién restaurado
El descubrimiento tuvo lugar en el interior del teatro que hace más de un siglo decorara el arquitecto municipal Arturo Mélida y Alinari. Sus ornamentaciones neogriegas del salón de actos destilan, como cabe ver hoy recién restauradas, un intenso simbolismo. Por ello, se pensó que los dibujos hallados en la tribuna bien pudieran ser de troquel masónico. Esta organización —signada por las ideas de fraternidad, universalidad y solidaridad, caracterizada además por la búsqueda de la autoconstrucción del individuo— confiere a la simbología y al ritual valores preminentes en sus prácticas discretas.
"Hablamos con algunos amigos masones, pero nos aseguraron que los signos no eran de tal naturaleza", explica José Luis Abellán, catedrático universitario, tratadista de la historia del Pensamiento español y presidente del Ateneo de Madrid. "No quise rendirme y comencé a estudiar las figuras descubiertas", añade.
Sus investigaciones en los archivos ateneístas le llevaron a confirmar que se trataba de signos inspirados en la teosofía, corriente doctrinal que surgió en España en torno al año de 1889. "Tal filosofía cobró cuerpo como reacción al discurso positivista, expresión de la preminencia de la ciencia empírica como único paradigma determinante de la veracidad del conocimiento", explica Abellán. "La conmoción causada por el despliegue del positivismo fue tan intensa, que la teosofía se planteó como resultado del desafío por conciliar ciencia y religión", agrega el catedrático madrileño.
El Ateneo de Madrid, rompeolas de casi todos los debates ideológicos desde el siglo XIX hasta hoy mismo, interiorizó aquella retadora disciplina. Entre los ateneístas comenzó a despuntar la figura de Mario Roso de Luna, pensador que procedía del campo de la astronomía, con profundos conocimientos de matemáticas, química y mecánica.
"El caso es que el Ateneo devino en principal baluarte teosófico y sus expresiones numéricas, geométricas y cromáticas, tréboles, cuadrados, círculos, se convirtieron en lenguaje cabal de su ideario sincrético: dualidad, trinidad, elementalidad terrestre, en una combinatoria de hasta siete elementos que componían el número perfecto, la más completa conjunción del universo. "El siete aúna los medievales Trivium —Gramática, Retórica y Dialéctica— con el Quadrivium —Aritmética, Geometría, Música y Astronomía—", subraya José Luis Abellán.
A juicio del presidente del Ateneo, "los signos encontrados sirvieron para decorar la tribuna con un programa iconográfico hermético que ya hemos conseguido descifrar: sólo los dos paneles extremos cuentan con siete elementos", dice. "El de la izquierda, desordenado, representa el caos. Los siete centrales, que jalonan el peto de la tribuna, cuentan con seis elementos cada uno, ordenados por parejas sobre criterios de simetría; y el último panel, el del extremo, incluye los siete elementos en disposición armoniosa, con el hombre en medio, el pentalfa de cinco brazos, la expresión suprema de orden cósmico", explica.
Para Abellán, se ha descubierto que ateneístas de la estatura intelectual de Ramón María del Valle-Inclán, aleccionado por el pionero Mario Roso de Luna, compartieron aquel ideario que, incluso, troqueló obras literarias como Morsamor, de Juan Valera, quien desde Washington llegó a cartearse con el ultracatólico como Marcelino Menéndez Pelayo, "interesado sobremanera en aquel saber científico-religioso".
Rubén Darío y Martí, también
La inclinación de Ramón María del Valle-Inclán hacia el ocultismo, más la pátina animista que tiñe desde siempre la cultura gallega, situaron al autor de las Sonatas y al creador de los esperpentos en los umbrales de la teosofía, a la cual nutrió y de la cual bebió en el despliegue de sus tramas narrativas y poéticas. Así lo subraya el profesor José Luis Abellán, quien ha visto en algunas de sus obras una influencia determinante de Helena Petrovna Blavatsky, establecida en Nueva York, figura central en el alumbramiento de la primera Sociedad Teosófica.
Su ideario era sencillo: crear un centro de fraternidad universal entre los seres humanos, sin distinción de sexos, etnias ni categorías; estudiar las religiones de la antigüedad y del Oriente, para mostrar que bajo su diversidad late una verdad universal única, e investigar las leyes secretas de la naturaleza para desarrollar los poderes de la psique humana.
En otros gigantes literarios, como Rubén Darío o José Martí, ateneístas ambos en Madrid, resuena la onda de aquella tensión intelectual que llevó a muchos de los mejores de su época a intentar recuperar para el espíritu aquel territorio que la ciencia, pensaron, pugnaba por arrebatarle.
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