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La subsidiariedad olvidada

En la hora de la reforma de los estatutos de autonomía a los poco más de 20 años de su vigencia, reforma a la que se apuntan todos los gobiernos de las comunidades autónomas, importa mucho qué conceptos rigen las cabezas de los que van a dirigir tan comprometida tarea.

Antes que nada afloremos ciertas realidades, ocultas por diferentes cortinas de humo. Primera, de fundamental carácter político, de respuesta a la ciudadanía: no ha habido ninguna demanda social apreciable de reforma estatutaria, nada que pueda compararse ni de lejos ni en ninguna parte con aquel histórico Volem l'Estatut. Segunda, que se infiere de la anterior: han sido los políticos quienes han resuelto que ahora toca reformar los estatutos, incluso así lo han resuelto aquellos que hasta hace poco afirmaban contundentes que ahora no tocaba o que no era una prioridad. Los gobernantes que se sienten responsables ante los ciudadanos de su comunidad justifican la decisión alegando que la reforma redundará en tangibles mejoras sociales, alguno añade a ello la recuperación de la plenitud de derechos históricos y los hay que, simplemente, aprovechan la ola reformista. Y tercera, de carácter técnico, sin dejar de ser política: ninguna comunidad ha completado los traspasos de competencias que su estatuto preveía o posibilitaba, sea por propia dejadez política, sea por mala voluntad del Gobierno y la Administración central o por una perversa combinación de ambos factores, con lo que resulta imposible, en este momento, hacer balance final de la bondad del sistema autonómico desde el punto de vista de la eficiencia en la gestión de las competencias, repartidas entre la Administración central y las administraciones autonómicas. Sólo a partir del reconocimiento de esas realidades podremos orientarnos en la bruma ideológica que envuelve la reforma e identificar a quiénes y con qué criterios van a determinar sus contenidos.

El respeto del principio de subsidiariedad no es sólo decidir y actuar lo más cerca posible del ciudadano, sino hacerlo en las condiciones de mayor eficacia

Cuando el Tratado de Maastricht consagró definitivamente el principio de subsidiariedad en tanto que fundamento de la repartición y ejecución competencial en el seno de la Unión Europea, muchos de los políticos autonómicos -desde Jordi Pujol hasta Manuel Fraga pasando por Manuel Chaves- ensalzaron el principio, si bien lamentaron que su formulación literal lo limitara a la relación entre la Unión y los Estados, excluyendo, aparentemente, el nivel regional. Del principio retuvieron su elemento de proximidad al ciudadano y, por su crítica insistente a la sola interpretación literal del principio, consiguieron que se abriera un positivo debate jurídico-político sobre la aplicación del mismo. Se cargaron de razón al proclamar que el nivel más próximo al ciudadano en el ejercicio de las competencias es el más democrático -la perdieron en parte por su recurrente olvido del nivel local-, equiparando, pues, subsidiariedad a proximidad. No tanta atención merecieron los elementos de eficacia y de economía en el ejercicio del poder, sin los cuales la subsidiariedad pierde su sentido original.

Ahora que el proyecto de Constitución europea subsana la ausencia del nivel regional y local en la formulación del principio de subsidiariedad y que un pormenorizado protocolo sobre la aplicación de los principios de subsidiariedad y proporcionalidad da entrada a los parlamentos regionales con competencias legislativas en el proceso legislativo europeo, instituyendo de esa manera la subsidiariedad como principio clave para la descentralización y como modalidad de organización de la Unión y del Estado, parecería obligado recordar tan sensato principio y traerlo al debate en torno a la reforma de los estatutos. No ocurre así. Contados son los gobiernos autónomos que no se plantean incrementar las competencias al amparo del amplio margen que la Constitución española reconoce a los estatutos para la asunción de competencias. Expresiones de dirigentes autonómicos como "quiero lo máximo", "no renunciamos a nada" reflejan un état d'esprit generalizado contrario a la racionalidad política en la organización del Estado, que interesa a todos, a la asimetría responsable, que la Constitución no descarta, y a la eficiencia funcional, que exige el principio de subsidiariedad. Una vez identificada en el texto estatutario la singularidad del territorio autonómico, se debe responder a la cuestión esencial: ¿qué puede hacer la comunidad de manera no sólo más próxima al ciudadano, sino más eficaz?; porque ¿qué sentido social tiene -no basta únicamente con el sentido simbólico- ejercer una competencia ineficazmente?

Llegados a este punto, cabe preguntarse si una reforma racional y coherente de los estatutos no debería comportar la eventualidad de renuncia de alguna competencia cuyo ejercicio se hubiera manifestado notoriamente ineficaz y, en consecuencia, se aceptara su devolución a la Administración central. En todo caso, la demanda de una nueva competencia por una comunidad debería ir acompañada del pertinente informe sobre el respeto del principio de subsidiariedad que, conviene insistir en ello, no es sólo decidir y actuar lo más cerca posible del ciudadano, sino hacerlo también en las condiciones de mayor eficacia. La garantía de cumplimiento de la tan jaleada proximidad debería asegurarse mediante una declaración de intenciones del Parlamento de la comunidad respecto a si ésta conservará para sí la competencia reclamada o si por su naturaleza la transferirá, a su vez, al nivel local con la consiguiente dotación presupuestaria. La divisa que debiera presidir la reforma de los estatutos es de factura simple: todo el poder político y todas las competencias constitucionalmente transferibles o delegables que se quieran y se puedan asumir eficazmente, evaluada la eficacia en términos sociales.

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Jordi García-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores.

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