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Reportaje:

Chatarra letal en Afganistán

El batallón paracaidista limpia de artefactos explosivos una aldea próxima a su campamento

Miguel González

El Ejército español carece, en cumplimiento de un tratado internacional, de minas antipersonales. Pero los paracaidistas destinados en Mazar-i-Sharif han encontrado un sucedáneo: latas de paté y de judías con chorizo de las raciones de campaña rodeadas de cinta de embalar, junto a un tapón de plástico. En caso de aprieto, siempre pueden arrojarlas en la huida y dejar que los perseguidores se entretengan en averiguar el contenido. Si además les gusta su contenido, mejor que mejor.

Es dudoso, sin embargo, que los afganos se confundan con tan artesanal estratagema. Afganistán es el segundo país más minado del mundo, después de Camboya. Un cuarto de siglo de guerras contra los soviéticos, los señores de la guerra vecinos y los talibanes ha sembrado 10 millones de artefactos en su geografía. Aunque los combates acabaron en 2001, cada día deja su parte de heridos y mutilados, especialmente, niños. Una de las principales misiones del batallón español es limpiar los alrededores del campamento Ortiz de Zárate de los denominados UXOS (Unexploded Objects, objetos sin explotar), tan letales como indiscriminados.

Ayer 40 soldados, al mando del capitán Enrique García del Castillo, se desplazaron a la aldea de Tower, a dos kilómetros de su base. Una patrulla que circulaba por la zona fue avisada el día anterior por los vecinos de la existencia de proyectiles y bombas sin explotar. En un fortín con muros de adobe de tres siglos de antigüedad, localizaron un proyectil de mortero de 81 milímetros, la mitad de una submunición AO2.5R y nueve granadas, todo de fabricación soviética.

Tras establecer un cordón de seguridad, el sargento primero Francisco Alarcón cubrió el proyectil con sacos terreros, le adosó una carga hueca y tendió un cable eléctrico de 50 metros, activado desde el exterior de las murallas. El sargento trabaja solo en la delicada tarea de colocar y cebar el explosivo. "Nuestro lema es: 'un hombre, una mina".

Es decir, basta un hombre para acabar con una mina, pero una mina no debe acabar nunca con más de un hombre. "No podemos permitir que caigan dos", subraya. Para no olvidarlo, lleva en la cartera una fotografía de los siete militares alemanes y daneses que en julio de 2002, dejando de lado todas las precauciones, murieron en Kabul al desactivar una bomba de aviación.

Se escucha un estampido seco y Alarcón entra a comprobar el resultado. Los sacos terreros están despanzurrados. El proyectil parece intacto pero se advierte que le falta la punta y tiene un minúsculo agujero por donde ha entrado la carga, que ha destruido la espoleta y el multiplicador. Aunque aún conserva parte del TNT, se puede transportar sin riesgo.

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Fernando Sastre, sargento primero de la Legión, se ocupa de la submunición. Lleva unos 200 gramos de explosivo frente a medio kilo de una granada, pero puede matar a una persona en un radio de 30 metros. Procede de lo que se denomina una "bomba de racimo", que se lanza desde un avión y esparce cientos de artefactos. En teoría, deberían estallar al chocar con el suelo, pero si el terreno es blando se hunden ya cargadas a la espera de que alguien las mueva.

"Para nosotros son las más peligrosas", explica, "porque no parecen bombas, llevan pequeños paracaídas o cintas de colores para estabilizarlas durante la caída, que despiertan la curiosidad de los niños".

La explosión controlada no destruye la carcasa y el sargento la muestra: es redonda, como una pelota, y el metal está rallado en forma de diminutos cuadrados que provocan una lluvia de esquirlas cuando revienta.

Media docena de chavales de la aldea, que el día anterior jugaban con las bombas en el patio de la fortaleza, acuden a contemplar el novedoso espectáculo. Uno de ellos trae una granada. Piensa que los soldados estarán contentos con el regalo, ya que les interesan tanto estos objetos.

El capitán intenta mostrarse severo sin asustarles. Con ayuda del intérprete, les alecciona diciéndoles que jamás deben tocarlos, que muchos niños afganos han perdido una pierna o un brazo por hacerlo y que, si encuentran uno, deben avisar inmediatamente a los soldados. Al final, decide que lo mejor es acudir un día a la escuela para darles una charla. "La gente está acostumbrada a ver proyectiles cada día, durante años, y llegan a creer que ya no representan un peligro. Están viejos y rotos, nos dicen despreocupados". Una familia de Kabul utilizó un misil a modo de viga para el techo de su casa.

La misión que estaba programada ya ha terminado, pero la granada ha quedado junto al muro de una casa. El sargento primero Rafael Gálvez la recoge cuidadosamente con una manta de keblar, el material con que se fabrican los chalecos antibalas, y se aleja con ella hasta un descampado. Pasados unos minutos la deflagración levanta una densa humareda.

El convoy inicia el regreso al campamento. El capitán no oculta su satisfacción. " A partir de hoy la gente de este pueblo puede vivir un poco más segura".

Militares españoles reparten alimentos en una de las zonas más deprimidas de Kabul.
Militares españoles reparten alimentos en una de las zonas más deprimidas de Kabul.EFE

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Sobre la firma

Miguel González
Responsable de la información sobre diplomacia y política de defensa, Casa del Rey y Vox en EL PAÍS. Licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) en 1982. Trabajó también en El Noticiero Universal, La Vanguardia y El Periódico de Cataluña. Experto en aprender.

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