En el epicentro de la pirueta
El avión, un L-39 C Albatros de fabricación checa, volaba a entre 50 y 1.500 metros de altura
Ya es demasiado tarde para echarse atrás. El turborreactor ruge como un león. Estoy amordazado por un entramado de arneses y cinturones de seguridad en el reducido habitáculo de un jet acrobático que se dispone a rasgar el cielo con bucles, piruetas, figuras y -glups- caídas en barrena. ¡Tierra, trágame! Los cinco aviones de la Breitling Jet Team, la primera patrulla acrobática civil integrada por jets, y sus acongojados copilotos invitados esperamos turno para despegar. El aeropuerto de Girona parece la Meridiana en hora punta. En menos de cinco minutos aterrizan tres aviones de Ryanair, la compañía de vuelos de bajo coste. Como buen cobarde que soy, con tan sólo cuatro horas de vuelo a mis espaldas, la tensa espera desata mi imaginación. Asoman señales de mal augurio. El casco es amarillo. La barca L'Oca -sí, sí, la del naufragio de Banyoles- está frente a nosotros, incautada por los siglos de los siglos en un rincón del recinto aeroportuario.
Volamos cinco aviones a unos 650 kilómetros por hora en una formación perfecta
Pero para mal fario, la postura que nos han recomendado: los brazos en cruz sobre el pecho, como si ya estuviéramos de cuerpo presente. Otro dichoso vuelo de Ryarair surca el cielo. Añado una lóbrega posibilidad a mi lista mental de posibles fallos: chocar contra un vuelo barato. Todavía resuenan en mis oídos las palabras de mi piloto, Bernard Charbonnel, respondiendo a la pregunta de qué pasaría si, en caso de emergencia -él gritaría tres veces la palabra "¡Éjection!"-, el copiloto invitado no tirara con fuerza del agarre rojo que tengo a la altura de la tripa: "¡Tu est mort!". Se trata del propulsor del asiento con paracaídas incorporado. "Es un formidable salvavidas, pero al mismo tiempo puede ser una bomba", advierte Charbonnel. Se entiende que es una bomba si se tira de él sin necesidad. Pero a mi alcance tengo otras tres palancas que no debo tocar bajo peligro de muerte. Una abre el cristal; otra, la cabina entera y la tercera, corta el combustible del avión en caso de incendio. "En cinco segundos se pararía el motor", asegura Charbonnel. Caigo entonces en la cuenta de que mi experimentado piloto también está en mis manos. A su arrojo acrobático añade el de volar con un desconocido. Yo podría ser un suicida en potencia esperando mi gran oportunidad. Nunca he tenido más fácil ni más segura la posibilidad de morir con honor. También advierto que, al final, hemos olvidado firmar el "documento de últimas voluntades", un contrato que exculpa al Breitling Jet Team de cualquier responsabilidad en caso de patatús del copiloto invitado. No hay mal que por bien no venga. Si no lo cuento, mi familia podrá reclamar una millonada a la marca suiza de relojes de precisión que esponsoriza la patrulla.
El despegue barre mis angustias. El impulso me clava en el asiento y me propulsa hacia el cielo. Los indicadores de mi cuadro de mandos -cuento hasta 14 esferas- empiezan a volverse locos y a ofrecer datos incomprensibles. Descifro el altímetro -volamos a entre 50 y 1.500 metros- y el eje de horizontalidad, marcado por unas alas. Hay un botón, inutilizado, con la palabra bombs. Veo al revés las letras de los indicadores: una N, una R. Pienso que me mareo, pero no. El avión L-39 C Albatros es de fabricación checa y tiene inscripciones en esa lengua. A cada nueva pirueta -algún bucle o un giro lateral que nos deja cabeza abajo- Charbonnel se interesa por mi estado a través del intercomunicador del casco. Le tranquilizo: "Pas de problème". El momento crítico se produce en las aceleraciones verticales, cuando el peso del cuerpo se multiplica por cuatro y parece que una montaña caiga sobre ti. No pierdo de vista la bolsa de papel enganchada en una pinza del salpicadero.
Volamos a unos 650 kilómetros por hora en una formación perfecta, milimetrada. Cinco aviones separados por una distancia de unos cinco metros. Si no fuera por la visera ahumada del casco, podríamos guiñar un ojo a los de al lado. Con las leves oscilaciones, parecemos un móvil gigantesco de cinco aviones colgado de las nubes. Los miedos se disipan para dejar paso al placer de la contemplación del paisaje: los sinuosos contornos de la presa de Susqueda o la proa rocosa de El Far. La formación empieza a ladearse y a virar, pero en ningún momento pierde su geometría. Jacques Bathelin, líder del equipo, con 8.800 horas de vuelo y 23 años de experiencia en acrobacia, nos ha advertido de que la "discipline" debe imponerse a la "folie". Los pilotos debutantes son los más peligrosos. Quieren demostrar su audacia. La adrenalina es la enemiga de los pilotos acrobáticos, es sinónimo de riesgo. La cafeína, a juzgar por las decenas de tazas de café que engullen antes de salir, no parece prohibida. Los pilotos del Breitling Jet Team pueden también hacer dibujos de humo en el aire mediante unos depósitos de aceite de parafina. Sólo usan el blanco. Los colores, advierten, son enormemente contaminantes.
Cuando tomamos tierra, animoso, le pregunto a mi piloto si nuestras piruetas se parecen a las que realizan en los festivales aéreos. Su media sonrisa sarcástica viene a decirme que lo de hoy no ha sido más que un paseo para ancianas cardiacas.
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