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Columna
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El derecho al descanso

La consejera Montserrat Tura llevaba razón semanas atrás, cuando denunció el "turismo de borrachera" como un grave problema público en algunas de nuestras poblaciones costeras, aunque cuando lo hizo arremetieran contra ella desde sectores sociales muy diversos, los unos en defensa de sus propios intereses económicos, los otros desde posiciones supuestamente liberales o progresistas. Llevaba también razón el consejero Josep Maria Vallès en un reciente artículo al plantear que los graves incidentes públicos sucedidos este verano en Lloret de Mar y en los barceloneses barrios de Gràcia y Sants son algo que va más allá de unos simples incidentes esporádicos, una mera "perturbación estival".

El derecho a divertirse no puede atentar contra el de descansar, que exige un mínimo de silencio

En los últimos 30 años, desde los inicios de la transición hasta nuestros días, en nuestro país hemos vivido un imparable proceso de cambio no sólo ni fundamentalmente político, sino también económico y sobre todo social. Hemos pasado, por suerte y no sin importantes dificultades, de la rigidez de una dictadura a la liberalidad de una democracia, y todo este incesante proceso de cambio ha impregnado los hábitos privados y públicos de amplios sectores de nuestra sociedad, como es obvio con especial incidencia entre nuestros jóvenes, afortunadamente nacidos ya en libertad.

No obstante, todo lo que este importante proceso de cambio ha tenido y tiene de positivo viene empañado por el aumento de la conflictividad social derivada de frecuentes conductas incívicas, muy a menudo relacionadas con el lucrativo negocio del ocio nocturno y, por extensión, con el turismo masivo y con lo que el ya mencionado consejero Vallès define como "complejo lúdico-industrial", de gran relevancia en la economía de nuestro país. Muchas de estas conductas incívicas atentan contra uno de los derechos más elementales de todo ser humano, cual es el del descanso, y por ende al silencio.

Un amplio y extenso entramado de intereses económicos promueve desde hace años en nuestro país un único modelo de diversión juvenil, en un concepto de lo juvenil que abarca prácticamente desde los inicios mismos de la adolescencia hasta cerca de la treintena. Un único modelo de diversión basado fundamentalmente en el consumo intensivo de sustancias tóxicas, en especial del alcohol, pero también de otras drogas ilegales, así como en la audición de músicas emitidas siempre a toda potencia, con todo lo que ello comporta de consecuencias profundamente desagradables para muchos otros ciudadanos. Y ello sucede no sólo de forma más o menos ocasional, como ha ocurrido este verano en Lloret de Mar, en Gràcia y en Sants, sino en todas las poblaciones y prácticamente a diario, sobre todo en plena temporada vacacional, pero también muy a menudo durante muchos fines de semana a lo largo del año.

El único modelo de diversión juvenil socialmente reconocido en la actualidad en nuestro país cuenta con un amplio aparato de apoyo publicitario y mediático, que ha articulado una cultura lúdica profundamente irrespetuosa e incívica, que no tiene reparo en atentar contra los legítimos derechos de todo el que no participa de este único modelo de diversión. En muchos de nuestros municipios son constantes las quejas y protestas ciudadanas ante las incesantes perturbaciones del derecho al silencio y al descanso, y ello se produce ya prácticamente en todo nuestro país. Incluso en una playa tradicionalmente tan tranquila y pacífica como la vendrellense de Sant Salvador se producen a menudo estos incidentes nocturnos veraniegos, con el natural perjuicio para cuantos allí queremos descansar. Claro que cualquier persona tiene derecho a divertirse como mejor le plazca, pero es obvio también que el derecho a la diversión no puede atentar en ningún caso contra el derecho al descanso, y el descanso exige un mínimo de silencio. No se trata de imponer toques de queda ni otro tipo de limitaciones absurdas.

Se trata simplemente de exigir el cumplimiento de las normativas vigentes, que con su mera aplicación preservarían el bienestar colectivo en nuestra vida diaria, sin colisión entre unos derechos legítimos pero que demasiado a menudo aparecen contrapuestos y enfrentados.

Los graves incidentes acaecidos este verano en Lloret de Mar -protagonizados casi en exclusiva por un reducido número de turistas extranjeros allí desplazados con el señuelo de la borrachera asegurada-, así como los sucesos que han tenido lugar en las fiestas mayores de Gràcia y Sants -en ambos casos con protagonistas mayoritariamente locales-, son síntomas de una crisis social mucho más grave y profunda. Una crisis que afecta al conjunto de nuestro modelo de sociedad y, por tanto, a sus valores de referencia. Ésta es una cuestión que concierne a todas nuestras administraciones, tanto locales y autonómicas como estatales y comunitarias, pero evidentemente también al conjunto de la sociedad. Afecta también a los agentes económicos y sociales vinculados con el ya mencionado "complejo lúdico-industrial", pero también a los profesionales de los grandes medios de comunicación, a los creativos de la publicidad y a los creadores de opinión, a los educadores y sobre todo a las familias, que no pueden abdicar de sus propias responsabilidades formativas.

No se trata simplemente de revisar un modelo de política turística que cada vez está más en crisis, ese modelo de turismo masivo de sol, playa, ruido y borrachera que hasta ahora ha sido tan lucrativo para algunos pero que ya comienza a estar agotado. Se trata de saber ofrecer otros modelos de diversión que no estén basados en la algarada, el ruido y la ingesta de todo tipo de sustancias tóxicas. Se trata de saber crear otras manifestaciones lúdicas mucho más gratificantes, sin tener que caer por ello en formas ya periclitadas. Se trata, en definitiva, de revisar todo un modelo de sociedad y de dotarle de unos valores de referencia basados en el civismo y el respeto.

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