La moqueta
Mi amigo Boris, especialista en ferias y moquetas, me invitó a la inauguración de Liber, feria internacional del libro, y me sugirió que escribiera un artículo. Boris suele comparar las moquetas de estos acontecimientos y, en esta ocasión, me hizó observar la calidez de la que cubre el suelo del pabellón número 2 de la Fira, de un inspirado tono teja. Luego, para marcar el territorio de los expositores, las empresas utilizan un eficaz color gris. Nada que objetar a la combinación. Ni tampoco a que Boris se marchase con una periodista a la que sedujo por el procedimiento de urgencia, con la que, al parecer, pensaba probar la moqueta del Festival de Cine Erótico, una de las más sufridas del circuito. Antes de abandonarme, Boris me rogó que, en mi artículo, no haga constar su apellido (una pista: no es Godunov). Me quedé solo, pues, ante la misma puerta por la que, de repente, aparecieron el alcalde Joan Clos y la ministra de cultura Carmen Calvo. Enseguida se formó un revuelo de cámaras y, con simétrica sonrisa, los dos políticos cortaron la cinta azul y europeísta que inauguraba el invento. A continuación, se produjo un inmediato efecto séquito. El efecto séquito consiste en que, a rebufo de las autoridades, se inicia una estampida de organizadores, azafatas, representantes de imagen coorporativa y asesores. Todos consiguen formar un pelotón que, a paso ligero, sigue a los líderes de esta protocolaria vuelta por el recinto.
El maestro Josep Maria Espinás suele decir que no hay mejor cura de humildad para un escritor que visitar una feria del libro. Aquí, dice, te das cuenta de lo insignificante que es la literatura en el universo del libro. Pese a que las autoridades siguen haciendo públicas sus disuasorias estadísticas sobre los índices de lectura, el ambiente general rezumaba voluntad de resistencia. Quizá porque era el primer día, los expositores se mostraban optimistas y ofrecían a los visitantes un catering que retrataba más el presupuesto de cada empresa que la calidad de su catálogo. Triunfó el de la mexicana Publidisa, con la presencia de tres temibles mariachis cantando mientras se repartían Coronitas a discreción entre los sedientos asistentes. La combinación del traje azul de los cantantes y la moqueta era cromáticamente espeluznante.
En el Liber conviven editores de todo tipo: los gigantes, los pequeños, los medianos, los que se juegan su dinero, los que mantienen servicios de publicaciones de diputaciones, gobiernos forales, comunidades autónomas con dinero de todos, los expertos en enciclopedias, los que son merecidamente homenajeados, los fabricantes de biblias, los independientes, los dependientes, los noveles, los veteranos... Cuando llevas un rato paseando por el pabellón, acabas confundiendo las portadas de los libros con la comida expuesta, las botellas de cava (en sus tres variedades: frío, tibio, caliente) con los montones de catálogos, a Boris Pasternak con Boris Yeltsin. Te tropiezas con los libros que te hicieron amar la lectura y también con aquellos que te hicieron aborrecerla. En algunos puestos hay más personal que libros pero, en general, abunda el reencuentro y una cordialidad basada por un lado en intereses y, por otro, en viejas amistades de profesión. Porque, como decía Espinás, aquí los autores son sólo una parte del engranaje. Están los correctores, los editores, los encargados de la producción, de la distribución, los diseñadores, los especialistas en tipografía y los que se conocen al dedillo los puntos de venta de un continente entero. Esos y, además, el que decide el color de la moqueta.
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