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Columna
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Letras

"Yo sólo tengo palabras", dice el poeta madrileño Juan Carlos Suñén en un poema de su último libro, La misma mitad (DVD, 2004). De la mano de Ovidio (del discurso de Ovidio: sus palabras), Suñén salta de una terraza de Madrid como suicida romántico que persiguiera el vuelo de una amada ("andarina / de mi cabeza") queriendo "ser la misma mitad". Pero en el aire encuentra a Luigi Nono y a Cummings, a Dylan Thomas y a Nietzsche, a Mallarmé, a Osip Mandelstam, a Vallejo, al sabio Villon. Pero en el aire suenan Bach y Ligeti y Shostakovich. Pero todo es un lienzo de Chagall, Hopper o Bacon. Y, lejos de caer, el poeta se eleva y planea, sostenido (porque "Ovidio tira / de mi abrigo y señala / una larga elegía de pájaros celestes"), y vuelve a la pantalla de su Toshiba Satellite. Trae aprendido el mandato del romano exiliado: que mire y vea al hombre que "hace una y otra vez ese camino" de dolor, que se vea, que siga: "(...) Y hoy Ovidio me pone / en los labios el índice / de su mano derecha. Con el índice / de la izquierda me dice que el camino aún es largo".

De la mano de Juan Carlos Suñén (del discurso de Suñén: sus palabras) vuela la Escuela de Letras de Madrid, que este curso llega también a Barcelona. Inspirada en su origen en las School of Write norteamericanas, la Escuela de Letras es una institución emblemática de la formación literaria creativa en España: desde 1989, muchos de los alumnos que han pasado por sus aulas han recibido premios literarios y publicado sus libros o se han incorporado al mundo de la edición y de la prensa. Desde esa castiza esquina de la calle de Noblejas con la calle de Factor (a sus pies, el Palacio Real; su horizonte, esa sky line de la Casa de Campo y los barrios del sur donde los madrileños siempre hemos ubicado nuestra quimera de mar), Suñén dirige la Escuela con el pulso firme de un poeta: el que sabe que la verdad está en el aire y distingue, con ojos de ornitólogo, los pájaros celestes que ya avistara Ovidio. En una época en que la Universidad está concebida como una fábrica de licenciados o una frustrada oficina de empleo, una época en la que las empresas rigen el destino de los ciudadanos y marcan dudosamente su gusto, una época en que el poder se ha empeñado en vaciar de sentido las palabras, la Escuela de Letras sigue ofreciendo una mirada creativa y crítica a la realidad, una mirada que la ordene a través de la reflexión y la moldee en un texto escrito mediante palabras e imaginación. Lo dice su folleto informativo, pero yo estuve allí y fue mi experiencia. Cuando fui alumna de la Escuela de Letras las tardes se convertían en un espacio inédito en el que las palabras (la escritura, la lectura) recobraban un sentido que tratara de explicara algo del mundo, algo de quiénes somos y de qué es lo otro. Ese es al fin el objeto de la literatura. Y no sólo: las palabras recobraban aquellas tardes la calidad de gozo que siempre ha de acompañar a la literatura, esa clase de felicidad que únicamente proporcionan los libros.

Han pasado los años y ahora, más aún que entonces (porque no hemos perdido del todo la fe, porque el camino es largo, como nos señaló el latino), me emociona que empiece el curso escolar y haya tres turnos, mañana, tarde y noche, para que los escritores, los aficionados, los amantes de las palabras sean alumnos congregados en un rincón que esquiva el ruido de esta ciudad para aprender de Henry James, de Camus, de Joseph Conrad, de Salinger, de Scott Fitzgeral, de Bassani; para aprender también de los nuestros, Benet, Martín Gaite, Muñoz Molina, Guelbenzu, Ferrero; para aprender de escritura narrativa, de lectura crítica, de relato breve, de ensayo, de guión cinematográfico, de periodismo, de traducción, de edición. Me emociona porque contesta al ruido y a la furia de los que no quieren oír el sonido, la música de las palabras, porque demuestra que los escritores no mueren, que la literatura no muere, que nos encuentra vivos y nos pilla en clase "la muerte enorme / de la poesía, la muerte", que dice otro poema del profesor Suñén. Y sigue: "La vida no es eterna, pero sí la mirada". Recuerdo de mi paso por la Escuela de Letras que, antes que nada (sacó mi escritura del sueño de la adolescencia que le obligué a dormir), me enseñó, letra a letra, a mirar mis palabras y las otras, lo único que tengo, con la mirada crítica y alumna que dignifica y despierta eternamente.

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