Sobre ruedas
Es un privilegio que se adquiere por invalidez y por la edad y sortea un obstáculo para los viajes en avión. Las dimensiones de los aeropuertos, el de Madrid entre ellos, pueden descorazonar a presuntos pasajeros, especialmente a la minoría en alza de los que no pueden moverse solos. Sobrepasada la edad de 65 años -que hoy puede ser considerada dentro de la adulta-, si los remos y las articulaciones responden mal hay derecho a solicitar una silla de ruedas, que en algunos lugares se convierte en cochecito eléctrico llamado boogy, creo. La inmensa mayoría de las personas incluidas en esas tangenciales edades puede andar y así debe ser. Pero lisiados y caducos lo solicitan y obtienen sin la menor dificultad. Hay que llegar con más tiempo adelantado y esperar, pacientemente acomodado en la silla, a que una amable azafata de tierra o empleado específico nos conduzca por increíbles vericuetos y atajos hasta llegar a la meta deseada. Es un servicio discrecional del que no disponen algunos pequeños aeropuertos.
Debido a una misnusvalía quirúrgica necesito de ese servicio. Con el preceptivo adelanto fui y regresé, hace unos días, desde el aeropuerto de Barajas al de Luton, en Londres, y vuelta. Solicité la misma ayuda, para lo que tuve que acudir con 90 minutos de antelación. Una rubia y simpática empleada me acarreó hasta el vestíbulo de la puerta número 9, que supuse era la de salida. Apenas cinco o seis personas, entre las que estaba una dama sentada en el mismo artefacto que yo y supuse que había sido aún más madrugadora. Hubo tiempo para llegarme hasta la cafetería y despachar un capuccino con un bollo de almendra. Al regresar observé que había dos sillas más con otras dos señoras, una de ellas con visible y severa lesión motriz y la otra que, al cabo de unos minutos, se levantó para encaminarse a los cercanos lavabos. O sea, con un impedimento circunstancial, como el mío. En pocos minutos llegaron otros dos lisiados, uno de ellos perteneciente a mi género. He de advertir que las sillas en aquellas dependencias tienen que ser empujadas, no gozan de autonomía ni el paciente puede desplazarse con ayuda de sus brazos.
"Esto no parece una línea aérea regular, sino una peregrinación a Lourdes", pensé temerariamente. Había otra interpretación para aquel encuentro rodante, ya que, en los minutos siguientes, distintas funcionarias se fueron llevando a los viajeros sedentes, creciendo mi alarma al encontrarme el último. Nos concentraban en aquel lugar, para recogernos al ritmo que despegaban los vuelos pertinentes. O sea, que no suele haber aglomeración de impedidos o ancianos.
Solemos ser izados a bordo los primeros, lo que permite contemplar a las docenas de pasajeros que llenan estos aviones 737-300. Me indicaron el asiento número uno, junto a una de las ventanillas. Vi pasar un buen surtido de tipos humanos, entre ellos los más temibles en estos viajes de casi tres horas: niños pequeños, sensibles a la presión en las alturas, lo que les incita a llorar con fuerza. Para aprovechar el espacio hay seis asientos por fila y pronto se ocupó el que correspondía al pasillo: un caballero que, nada mas sentarse, abrió un libro y se sumió en su lectura. La plaza central parecía destinada a permanecer vacía cuando, entre las últimas personas, apareció una mujer gigantesca y al estimar su peso en 180 o 200 kilos creo que me quedé corto. Llevaba una falda negra con dibujo blanco y un corpiño negro que dejaba al aire dos enormes brazos rollizos, una piel tersa y de suave apariencia, ojos oscuros y brillantes y aire de haber viajado mucho. Podría ser hindú, aunque no llevaba en la frente el típico redondel rojo.
Los asientos en esa fila no tienen brazos abatibles pues contienen la bandeja que se despliega en sentido vertical. Así pues, aquella señora se deslizó en el espacio que le habían asignado, rebosando su humanidad, al menos por el costado pegado al mío. Sacó primero una revista femenina, cuyas hojas iba pasando y, a medio camino, extrajo del bolso una especie de ensaimada y después otra, de las que dio cuenta, sin abandonar la lectura. Aquello aclaraba algunas cosas.
Se levantó y permaneció un buen rato de pie y luego la sobrecargo la indicó que podía ocupar el asiento abatible destinado a la tripulación. Me molestó muy poco y me daba con un canto en los dientes cuando, unas cuantas filas más atrás, un bebé exhibía la potencia de sus pulmones a grito pelado. Me bajaron el último y depositaron en un taxi al llegar a Barajas.
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