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Columna
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Premio

El Ayuntamiento de Granada tomó en su momento la decisión política de crear un premio de poesía que vinculara el nombre de la ciudad al de Federico García Lorca y al de otro poeta, el premiado cada año. Decidió igualmente presentar el premio en una cena celebrada en un hotel de Nueva York. Todo esto ha sido ya objeto de ese peculiar tipo de debate que en Granada es obligatorio y que suelen protagonizar gente con el genio herido por graves dolencias del ego. También se ha objetado que la dotación del premio es -por así decirlo- hiperbólica. La cantidad no puede cambiarse ya, naturalmente, y de la cena imagino que se prescindirá en futuras ediciones. Queda, pues, el premio, y de eso se trata.

No creo que puedan objetarse las dos decisiones de fondo que hay en este acontecimiento. La primera es la de vincular el nombre de la ciudad al de la poesía, lo que equivale a un compromiso de la ciudad de intentar estar a la altura de la poesía y de lo que los nombres de García Lorca y los que sean premiados representan. Debió existir un momento, en los comienzos de la modernidad, en que el premio era la ciudad: se trataba de estar a la altura de la ciudad porque vivir en una ciudad era una novedad gozosa e inaugural, el principio de casi todo. Pero ya se sabe que los poetas modernos optaron por habitar la parte maldita de la ciudad, quién sabe si porque -como han venido demostrando- la conocían mejor que nadie. Hoy las cosas viven una normalización que no deja de responder a un complejo, no de inferioridad, sino de mediocridad. Las ciudades fueron destituidas hace tiempo del aura que las hacía apasionantes y duermen en los despachos un sueño de anestesia inmobiliaria que, como la muerte, iguala a todas. ¿Quién va a reprocharle a Granada que quiera levantar la mano y reclamar el nombre de los poetas?

La segunda decisión es la de elegir para ello a un poeta como Ángel González. Eso sí que es un acierto, porque Ángel González es uno de esos poetas imprescindibles que suben al Olimpo a robar y ponen la poesía a la altura de los ciudadanos. La mejor prueba de ello es la nula diferencia moral que hay entre Ángel González y su poesía. Los dos miran a la gente con sabiduría y benevolencia infinitas; ninguno de los dos ama la tribuna ni el púlpito que hacen de las palabras piedras. Todo el mundo lo sabe: el secreto de esa vida y esa obra amables es la ironía, que no es sólo un recurso literario, sino también la forma más inteligente de la piedad. Está bien subrayar esos valores, hablar de ellos con la pasión de los que los necesitan y los aman, sin el rencor de los que los sienten de más.

Parece claro que ninguno de los nombres, ni el del premio ni el del premiado, sirve para la vanidad de una fotografía hinchada o el juego de un hito social y conmemorativo. Dice un poema de Ángel González que la palabra "rosa", sin la rosa, es "un ruido incomprensible, torpe, hueco".

Pues eso. Que el premio de poesía Ciudad de Granada-Federico García Lorca encuentre su ciudad de hecho, y no una cosa incomprensible, torpe, hueca.

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