El agotamiento de la dictadura
Desde que en febrero de 1956 los estudiantes de la Universidad de Madrid demostraron que era posible enfrentarse al Gobierno se acabó lo que Jaime Gil de Biedma llamó "veinte años bobos". "¡Qué alegría al enterarme de los sucesos!", escribió el poeta catalán: "Se nos había educado para hacernos creer que lo que ha ocurrido no era posible". Lo fue: la insólita rebelión estudiantil demostraba que aquellos años no habían embobado a todos.
Aunque el triunfo de los aliados en la Guerra Mundial había alentado algunos movimientos de oposición y aunque en 1951 se produjera la famosa huelga de tranvías en Barcelona, fue sin duda 1956 el año en el que el régimen franquista comenzó a perder la Universidad y 1962 cuando le tocó el turno a la clase obrera, organizada en el nuevo sindicalismo de Comisiones. Entre universitarios y obreros, un buen número de intelectuales y sectores crecientes de la clerecía comenzaron también a dar muestras de disidencia firmando cartas colectivas, repartiendo manifiestos, convocando manifestaciones...
DISIDENCIA Y SUBVERSIÓN. La lucha del franquismo por su supervivencia (1960-1975)
Pere Ysàs
Crítica. Madrid, 2004
342 páginas. 21,90 euros
Estudiantes, intelectuales, obreros y curas son los cuatro grandes capítulos de una historia de disidencia a la que es preciso añadir la oposición organizada -ETA especialmente- que el régimen denominaba "la subversión". Es la disidencia y la subversión las que no dejarán de socavar los fundamentos de la dictadura, de tal modo que, si no adelantaron su fin, consiguieron que llegara agotada a los últimos estertores de su fundador. Como demuestra Pere Ysàs con documentación de primera mano procedente del Archivo General de la Administración, los intentos de encauzar la disidencia fracasaron una y otra vez obligando así al régimen a acudir a la única medida que lo caracterizó desde su origen hasta su último día: la represión.
Ysàs dedica un capítulo a
cada uno de estos sectores de tal modo que la misma historia, es decir, disidencia y represión, aparece cinco veces, protagonizada por diferentes sujetos, desde los estudiantes a los "eclesiásticos". La novedad no radica, por tanto, en la historia en sí sino en el punto de mira, hasta hoy inédito en toda su amplitud, que es el de la respuesta del régimen a los sujetos que se atrevían a plantar cara a sus policías, sus tribunales, sus leyes de excepción.
Una buena colección de informes de jerarcas del Movimiento, de la Organización Sindical, del SEU, de Gobernación o de Presidencia, algunos de ellos reproducidos íntegramente en un apéndice, son por vez primera utilizados para documentar las reacciones de los diferentes gobiernos, las divisiones de los ministros, las medidas puestas en juego y las listas de elementos peligrosos, entre otros aspectos. El lector tiene acceso de este modo al más rico arsenal de documentación disponible hasta la fecha para seguir, paso a paso, el impacto que entre la clase política de la dictadura causaba la creciente movilización de estudiantes, intelectuales, obreros y sacerdotes.
Dos precisiones a sendas cartas pueden ilustrar un momento de esta larga lucha. Un distinguido grupo de 25 intelectuales dirigió en mayo de 1962 a sus "amigos y compañeros" -no específicamente a Manuel Fraga, entonces director del Instituto de Estudios Políticos- una carta para que hicieran uso del derecho de petición en lo que puede considerarse como primer intento de movilización general de la intelectualidad forzando los resquicios de legalidad del régimen. Año y pico después, Manuel Fraga, ya ministro de Información, recibió una carta de 102 intelectuales solicitando información verídica sobre las huelgas y protestando por las torturas y sevicias sufridas por mineros asturianos y sus mujeres.
La primera firma de la carta era, en realidad, la de Vicente Aleixandre, pero Fraga respondió en El Español con una dirigida a José Bergamín con objeto de presentar a todos los demás firmantes como víctimas de una trampa comunista, añadiendo a esta sucia maniobra un miserable sarcasmo: reconocía que dos mujeres habían sufrido un "corte de pelo" y, a cambio, los comunistas habían sometido a los intelectuales a una "tomadura de pelo". Sutil que era el señor ministro.
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