Las faldas del diablo
En su reseña de Hedda Gabler, Henry James dejó caer entre elogio y elogio que a Ibsen se le había ido la mano al caracterizar a la protagonista: fumadora, bebedora, colérica, despiadada... Demasiado para una mujer de 1890, y para la crítica, que abundó en la idea de que no existen mujeres así. No creo que Ibsen quisiera hacer un retrato de nadie, aunque Gabler es un anagrama de Alberg, mujer a la que conoció en Múnich y de la que sólo sabemos que se suicidó. Más que retratista, el autor de Casa de muñecas fue topógrafo y sus personajes, líneas que señalan la altura real de la sociedad, las cumbres a las que aspira el ser humano y las cotas reales por las que se arrastra. Hedda, hija del general Gabler, es una aristócrata ociosa y con un fondo morboso que su posición le impide cultivar. No ama a nadie, pero acepta casarse con Jorge Tesman, profesor de historia de la civilización, que se pliega a todos sus caprichos. Enseguida se aburre. Mortalmente. Su esposo se ha pasado los cinco meses, cinco, de luna de miel preparando el doctorado y, de vuelta a la casa que él ha adquirido hipotecándose hasta la retina, se encuentran con la visita sorpresa de Thea Elvsted, ex novia de Jorge. Thea es la contrafigura de Hedda: abnegada, sencilla en el amor, incapaz de hacer daño.
Ibsen no creó a su protagonista en el vacío. Venía de mantener una relación amorosa veraniega, intensa pero absolutamente sublimada, con Emilie Bardach, joven judía de 18 años, a la que conoció en el Tirol y prometió un futuro a su lado, lleno de creación y de viajes. Él había cumplido los 61. Al regresar a Múnich, le envió cartas románticas y encendidas. Se ha escrito cien veces que Emilie fue el modelo de Hedda, pero poco tienen que ver la tórtola y el alcotán. La chica fomentó esta idea al publicar su correspondencia, poco después de morir Ibsen, pero lo cierto es que éste le dio calabazas. Emilie fue un fruto que admiró y que no quiso catar. Su relación seguramente le dio alas y energía para sentarse a escribir durante meses. El modelo ya lo tenía: Hedda Gabler es de la estirpe de Rebeca West, protagonista de Rosmersholm. Rebeca es una persuasora nata: primero hace de Rosmer, ex sacerdote, un librepensador; luego induce a su esposa al suicidio, y ocupa su lugar. Igual de hipnótica, Hedda consigue que Thea le confiese que ha dejado a su marido y que está coladita por Eilert Lövborg, a su vez enamorado de la Gabler. El asunto principal de esta obra es la caída de Lövborg, empujado sin contemplaciones por Hedda: cuando lo ve hundido del todo, pone en su mano un revólver, y le sugiere que su última acción sea bella. Hedda, que goza sintiéndose poderosa, destruye a su enamorado porque no puede soportar que Thea, aparentemente mil veces más débil que ella, lo haya sacado del alcoholismo. Tan diosa es quien quita la vida como quien la da.
En Hedda Gabler el lenguaje es naturalista como no lo había sido antes en Ibsen: tanto que la crítica se lo afeó. Cada personaje habla según su clase social, y no según la retórica decimonónica, y Jorge emplea hasta la saciedad un tic difícil de traducir. Pero la acción tiene muchos niveles de lectura. Por un lado, retrata y fustiga la Cristianía [nombre antiguo de Oslo] que Ibsen conoció antes de exiliarse en Alemania, su doble moral, su amoralidad profunda. En ese contexto, Hedda es un demonio verdadero rodeado de santos de escayola, una bala para jugadores de ruleta rusa. Muerto el pobre Lövborg, todos los personajes se recolocan afectiva y socialmente según les conviene: Jorge entrega su mujer en brazos del hombre que la desea, como quien confía una carta al cartero; Thea y Jorge se disponen a entregarse mutuamente, y Hedda, que no entiende cómo todo se le ha ido de las manos, se pone a tocar una tarantella diabólica, para intentar destruir el nuevo orden. Desesperada, acaba rompiendo la baraja, igual que esa señora Alberg real de la que nada sabemos.
Hedda Gabler se representa del 29 de septiembre al 31 de octubre en el teatro Rialto, de Valencia, dirigida por Rafael Calatayud, con Amparo Ferrer Báguena, en una traducción de Rodolf Sirera nueva, eufónica y muy teatral. El montaje de Eric Lacascade, con Isabelle Huppert, se ofrece del 13 de enero al 5 de marzo de 2005 en el Odéon de París, y el 4 y el 5 de mayo en el Lliure, de Barcelona.
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