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Con manos temblorosas

Es el consejo que hemos recibido del pensamiento constitucional clásico para el momento de acercarnos a algún aspecto de una Constitución vigente y, sobre todo, a la empresa de su posible reforma. Y, a mi entender, tal forma de proceder, que excluye todo dogmatismo previo y conlleva serenidad, humildad en el alcance, diálogo y consenso general, resulta válida en los dos momentos en que cabe cifrar la evolución del mismo concepto de Constitución. En el primero, fruto del liberalismo avanzado venido de tierras francesas, porque lo que existe es una auténtica veneración hacia el mismo texto escrito. Un texto que engendraba un orden político nuevo en el que las afirmaciones y declaraciones tienen un enorme grado de solemnidad y, sobre todo, han de servir para siempre. Nuestra primera Constitución de 1812 se inscribe en esta línea: los españoles serán justos y benéficos porque lo dice el texto, amarán a su patria y cumplirán con sus deberes por idéntica razón o, en ejemplo palpable, la religión católica, única verdadera, será siempre la de la nación española. Se legisla para siempre, creyendo que en el futuro todo va a ser igual. Y, en el segundo momento, ya en nuestro siglo y tras la babelización de la democracia que se produce al terminar la Segunda Guerra Mundial, cuando la tenencia de una Constitución era, sin más, aparente garantía de un orden político legítimamente constituido (fuera o no verdad, dada la aparición de la semántica meramente destinada a "respaldar" el poder establecido y de las falaces interpretaciones de la misma democracia con nuevos apellidos), porque, a pesar de todo, con la nueva Ley, que se proclama fundamental, también se define un nuevo régimen. Lo que ahora ocurre es que el antaño "sacrosanto texto" se queda, aquí y allá, en algo mutable y, como señalara el maestro García Pelayo, la vigencia (no la duración, que no es lo mismo) de la Constitución viene a depender de otros elementos existentes en el régimen: opinión pública, juego de partidos, grado de socialización política, etcétera.

En las dos versiones brevemente esbozadas, lo que ocurre es que una Constitución no es nunca algo igual a una guía de teléfonos o de ferrocarriles, como, con ironía, apuntara la fina intuición de Nicolás Ramiro Rico y que tan útil sería para nuestros "expertos" al parecer todos nacidos en 1978.

¿Por qué? Pues porque, en ambos casos, los artículos no se pueden citar o usar aisladamente. Porque en cada uno de ellos existe una parcela del "espíritu" de la Constitución. Son reflejos de una opción previa soberanamente adquirida y proclamada de la que resultan hijos propios. Es el "todo constitucional" lo que importa y lo que conduce a la meta integradora del juego político. Porque es lo que insufla y da sentido a la mera enumeración. Buena observación para tener siempre en cuenta.

Pues bien, como es sabido, el actual Gobierno, al llegar al poder, anunció el intento de plantear una reforma de nuestra actual Constitución. En mi opinión, el asunto se formulaba con notable acierto. Se trataba de una reforma parcial, aunque necesitaba de posterior referéndum por afectar, en aspecto nada desdeñable, al Título II, que regula la institución básica de la Corona; en puntos concretos bien delimitados y, sobre todo, una reforma previamente dialogada y consensuada con los restantes grupos políticos. Ni se quería una Constitución posteriormente tachada de "socialista", como históricamente ha sucedido casi siempre para denostar cualquier decisión nacida del PSOE, ni mucho menos plantearse una reforma total que equivaldría, se confesara o no, a otra cosa distinta de la reforma: a la elaboración de una nueva Constitución. Por ende, en principio, nada que objetar ni jurídicamente, ni políticamente. Ahí estaba la iniciativa gubernamental y ahí seguía la soberanía del Parlamento para decir la última palabra.

Pero se "abría el melón", algo tan temido en los últimos tiempos. Se temía y se teme que, a la hora de reformar, surgirían mil voces añadiendo, modificando o suprimiendo otros mil aspectos no contemplados en principio. Venían a coincidir temas no cerrados en 1978 y la sempiterna tendencia hispánica a legislar. A crear leyes desde las que, algo ingenuamente, siempre se ha creído que se podía cambiar la realidad. La tendencia a partir ex novo que atrás hemos señalado ha estado y está siempre en los españolitos: el partir de cero. Dando un nuevo bandazo a nuestro discurrir constitucional, naturalmente. Y, evidenciada esta tendencia, difícil resulta para el Gobierno el contener las aguas y reconducir la hemorragia de "nuevas demandas" a los cauces establecidos. La petición de "con manos temblorosas" se opondrá siempre a una torpe creencia de que la soberanía o parte de ella está también en cualquier lugar del territorio español, en cualquier partido y hasta en cualquier individuo. Siempre se olvida que, según la doctrina clásica, bien recogida en el artículo primero de nuestra Constitución, pertenece "al pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estado". Al pueblo en su conjunto, como un todo no parcelable. Por ende, no está, en forma exclusiva, ni aquí ni allá, ni en el deseo de fulano o mengano, que no son "soberanos per se", aisladamente (ahorro nombre y apellidos, pero coincido plenamente con las siempre coherentes manifestaciones de Rodríguez Ibarra, a mi entender avalables por cualquier constitucionalista medianamente objetivo. Permítame el lector este pequeño inciso, tanto más elogiable cuanto que en el PSOE, históricamente, nunca han gustado demasiado, que digamos, los intentos "nacionalistas" por razones ideológicamente obvias).

Reformar el Senado parece una demanda derivada de su casi nula trascendencia en estos años. No se ha pasado de lo de "cámara de segunda lectura" o "cámara correctiva". Curiosamente, y no digo más, su presencia ha aparecido en momentos conservadores. En los otros, en los progresistas (1812 y 1931) ha estado ausente: una era la soberanía, una la nación y, por ende, una la Cámara que la representaba. Pero, en fin, suerte a quienes acierten con un papel del Senado en un Estado que, se diga lo que se diga, no es un Estado Federal.

De igual forma, bienvenido el cambio no discriminatorio a la hora de fijar el orden de sucesión en la Corona. Pero en este punto, la reforma puede y acaso debe quedarse ahí, siempre que por Ley Orgánica se elabore, a la vez, un necesario Estatuto del Heredero de la Corona, tan tacañamente citado en el actual texto constitucional. ¿Representa al Rey en actos y viajes de Estado? ¿Puede el Rey tener representantes o delegados? ¿Alcanza al Príncipe heredero lo de "inviolable" e "irresponsable" que acompaña siempre a los actos del Rey? ¿Y si dice algo políticamente discutido en la esfera nacional, tal como ya ha ocurrido? ¿Y si comete algún error en presencia de jefes militares superiores a él en rango? Nada de esto está legislado, y creo que no debe quedar a la improvisación. De ahí la necesidad no de una reforma constitucional, pero sí de un breve Estatuto que "diga algo" sobre su persona y la de su esposa.

Y desde luego, lo que las manos temblorosas deberán impedir, a estas alturas, es lo que sin duda supondría una marcha atrás. Es decir, todo aquello que, de una forma u otra ("euro-regiones", "naciones", "nación de naciones", supremacía entre unos Estatutos y otros con base a una real o artificial existencia de algo "diferencial", etcétera) afecte directamente a la forma de Estado, por muchos solapamientos que se esgriman. Y aquí, precisamente aquí, es donde Gobierno y oposición deben cambiar las manos temblorosas y convertirlas en "manos firmes". Algo que en nada daña a las modernas democracias. Lo que sí daña y resulta peligrosamente absurdo es que los españoles, otra vez, nos preguntemos qué clase de Estado somos. Esto sería volver a un nuevo proceso constituyente, pero ahora con mucho menos consenso que hace años. Es decir, no a una meditada reforma, sino a discutir, nada más y nada menos, qué es España. Me temo que, más allá de nuestras fronteras, se iban a reír bastante. Pero ¿y dentro, entre nosotros? No quiero ni pensarlo.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.

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